REALMENTE, ¿AMAMOS A DIOS?
Desde la más tierna edad, nuestros
padres, maestros, educadores, catequistas, etc... nos inculcan una serie de
principios básicos de convivencia. Tratan de que vayamos descubriendo y
poniendo en práctica toda una serie de valores sociales, éticos y morales.
Hasta fechas relativamente recientes todos éramos iniciados en el conocimiento
de la religión católica, si bien actualmente, esta asignatura en los colegios
ha quedado como optativa y su enseñanza queda supeditada a la libre voluntad de
los padres de los alumnos.
Todos tienen como objetivo
fundamental que estos principios nos sirvan
de ayuda, norte y guía a lo largo de nuestra vida.
Y una de las primeras cosas que nos
enseñan a descubrir, es que Dios es el creador del universo, y de todo lo que
en él se contiene. Un Ser Superior que está fuera del tiempo y del espacio, y que
entregó en el monte Sinaí a Moisés las dos tablas de la Ley que contenían los
diez Mandamientos, y que en muchas ocasiones, yo añadiría que demasiadas,
creemos que son una carga pesada, cuando en realidad se dieron para que nos
sirvieran de ayuda, haciendo posible, entre otras cosas, la convivencia humana.
Y el mismo Moisés hizo saber al
pueblo de Israel lo que había oído del mismo Dios. Les dijo: "Escucha
Israel: Nuestro Dios, es el único Dios. Amarás al Señor, tu Dios con todo tu
corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza" (Dt 6,4-5)
Esto es lo primero que nos enseñan y
aprendemos. Frase que queda grabada en nuestro corazón siguiendo las
instrucciones que igualmente se contienen en la Escritura. Nos acompañara
siempre, aunque en ciertos momentos, parece que hayamos olvidado.
En algún momento determinado del
transcurrir de nuestra vida, nos planteamos
el asunto de nuestra fe, y nos preguntamos: ¿qué queda hoy de aquello
que me enseñaron, y aprendí y guarde en lo más hondo de mi corazón? ¿Continuo
teniendo fe, o ésta se ha diluido como
un azucarillo?
Algunos, quizás hagan oídos sordos o
ni tan siquiera se lo planteen. Otros, posiblemente, recordaran con algo de
nostalgia que cuando vivían con ese convencimiento eran mucho más felices que
lo son ahora que su fe se ha debilitado o se ha perdido. Pensarán: "están
mis ojos cansados de tanto ver luz sin ver; por la oscuridad del mundo, voy
como un ciego que ve" (Himno de Laudes. Martes 2ª sem)
Probablemente habrá quienes se
plantearan crecer en su fe. Pasar de una fe de niño a una de adulto. Una fe que
implica compromiso. Buscaran para ello afianzar su poca fe, y procuraran
informarse de las opciones que les ofrece la Iglesia para ello. Tal vez
encuentren acomodo en uno de tantos grupos parroquiales que existen.
Habrán personas que habiendo en su día
tomado en serio el problema de su fe y teniendo, a su parecer, una fe adulta,
se harán la pregunta que encabeza este articulo: realmente ¿amo a Dios?
Pregunta inquietante, que en no
pocas ocasiones, llevará a situaciones de dudas, vacilaciones e incertidumbres.
Pregunta, por otro lado, que cada uno personalmente, debe contestarse. Y,
ciertamente, no es nada fácil.
Hace escasas fechas leí parte de un
escrito del siglo V, de Diadoco de Fótice, Obispo de aquella región sita en el
noroeste de Grecia. Se trata de un tratado sobre la perfección espiritual. En
él pude encontrar una ayuda muy interesante, certera y valiosísima para poder
contestar a esta pregunta.
Nosotros no podríamos amar a Dios si
Él no nos hubiese amado primero. Nuestro amor a Dios es una respuesta a su
amor. Su amor es sin condiciones, y sin embargo, nosotros pensamos muchas
veces, con relación a los demás: "me tienes que amar porqué yo te
amo".
Dios no nos ama porque socorramos a
los pobres, ayudemos a los enfermos, leamos mucho la Biblia, frecuentemos con
asiduidad la Iglesia, celebremos los sacramentos, pidamos perdón, o porque
seamos buenos. Dios nos ama porque nos ha creado, Él es Amor y nosotros somos
sus hijos.
Muchas veces nos dejamos llevar por
impulsos vehementes. No caemos en la cuenta que lo que creemos mejor para
nosotros, como hijos, puede no serlo realmente para el Padre. Él, sin lugar a
ninguna duda, quiere siempre lo mejor para nosotros.
Jesús cumplió el primero y más importante de los
mandamientos haciendo la voluntad de su Padre y no la suya; se entregó
completamente al proyecto que el Padre tenía para Él. Esta manera de obrar la
refrendó con aquella pregunta dirigida a aquellos que le seguían y sólo amaban
con palabras, no con hechos: "¿Por qué me llamáis; Señor, Señor, y no
hacéis lo que digo" (Lc 6,46) Jesús
nos pide la mayor radicalidad y coherencia en el decir y en el obrar. Y esto
presupone amar y glorificar a Dios con nuestro comportamiento.
El porqué no amamos a Dios en esta
dimensión lo encontré en el texto que de Diadoco: "El que se ama a sí
mismo no puede amar a Dios; en cambio, el que deja de amarse a si mismo ama a
Dios. Ya no busca su propia gloria, sino la gloria de Dios"
Cuan distinta es esta manera de
obrar que choca frontalmente con aquella célebre frase tan mundana, y que oímos
frecuentemente "Quiérete a ti mismo, que como tú te quieres nadie te
querrá"
"Que el hombre no te obligue,
Señor, a arrepentirte de haberle dado un día las llaves de la tierra"
(Himno de Laudes. Jueves 2ª Semana)
Fco. Javier Burguera Sarró
0 comentarios:
Publicar un comentario