jueves, 26 de enero de 2012 | |


REALMENTE,  ¿AMAMOS A DIOS?

           

            Desde la más tierna edad, nuestros padres, maestros, educadores, catequistas, etc... nos inculcan una serie de principios básicos de convivencia. Tratan de que vayamos descubriendo y poniendo en práctica toda una serie de valores sociales, éticos y morales. Hasta fechas relativamente recientes todos éramos iniciados en el conocimiento de la religión católica, si bien actualmente, esta asignatura en los colegios ha quedado como optativa y su enseñanza queda supeditada a la libre voluntad de los padres de los alumnos.

            Todos tienen como objetivo fundamental que estos principios nos sirvan  de ayuda, norte y guía a lo largo de nuestra vida.

            Y una de las primeras cosas que nos enseñan a descubrir, es que Dios es el creador del universo, y de todo lo que en él se contiene. Un Ser Superior que está fuera del tiempo y del espacio, y que entregó en el monte Sinaí a Moisés las dos tablas de la Ley que contenían los diez Mandamientos, y que en muchas ocasiones, yo añadiría que demasiadas, creemos que son una carga pesada, cuando en realidad se dieron para que nos sirvieran de ayuda, haciendo posible, entre otras cosas, la convivencia humana.

            Y el mismo Moisés hizo saber al pueblo de Israel lo que había oído del mismo Dios. Les dijo: "Escucha Israel: Nuestro Dios, es el único Dios. Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza" (Dt 6,4-5)

            Esto es lo primero que nos enseñan y aprendemos. Frase que queda grabada en nuestro corazón siguiendo las instrucciones que igualmente se contienen en la Escritura. Nos acompañara siempre, aunque en ciertos momentos, parece que hayamos olvidado.

            En algún momento determinado del transcurrir de nuestra vida, nos planteamos  el asunto de nuestra fe, y nos preguntamos: ¿qué queda hoy de aquello que me enseñaron, y aprendí y guarde en lo más hondo de mi corazón? ¿Continuo teniendo fe, o  ésta se ha diluido como un azucarillo?

            Algunos, quizás hagan oídos sordos o ni tan siquiera se lo planteen. Otros, posiblemente, recordaran con algo de nostalgia que cuando vivían con ese convencimiento eran mucho más felices que lo son ahora que su fe se ha debilitado o se ha perdido. Pensarán: "están mis ojos cansados de tanto ver luz sin ver; por la oscuridad del mundo, voy como un ciego que ve" (Himno de Laudes. Martes 2ª sem)

            Probablemente habrá quienes se plantearan crecer en su fe. Pasar de una fe de niño a una de adulto. Una fe que implica compromiso. Buscaran para ello afianzar su poca fe, y procuraran informarse de las opciones que les ofrece la Iglesia para ello. Tal vez encuentren acomodo en uno de tantos grupos parroquiales que existen.

            Habrán personas que habiendo en su día tomado en serio el problema de su fe y teniendo, a su parecer, una fe adulta, se harán la pregunta que encabeza este articulo: realmente ¿amo a Dios?

            Pregunta inquietante, que en no pocas ocasiones, llevará a situaciones de dudas, vacilaciones e incertidumbres. Pregunta, por otro lado, que cada uno personalmente, debe contestarse. Y, ciertamente, no es nada fácil.

            Hace escasas fechas leí parte de un escrito del siglo V, de Diadoco de Fótice, Obispo de aquella región sita en el noroeste de Grecia. Se trata de un tratado sobre la perfección espiritual. En él pude encontrar una ayuda muy interesante, certera y valiosísima para poder contestar a esta pregunta.

            Nosotros no podríamos amar a Dios si Él no nos hubiese amado primero. Nuestro amor a Dios es una respuesta a su amor. Su amor es sin condiciones, y sin embargo, nosotros pensamos muchas veces, con relación a los demás: "me tienes que amar porqué yo te amo".

            Dios no nos ama porque socorramos a los pobres, ayudemos a los enfermos, leamos mucho la Biblia, frecuentemos con asiduidad la Iglesia, celebremos los sacramentos, pidamos perdón, o porque seamos buenos. Dios nos ama porque nos ha creado, Él es Amor y nosotros somos sus hijos.

            Muchas veces nos dejamos llevar por impulsos vehementes. No caemos en la cuenta que lo que creemos mejor para nosotros, como hijos, puede no serlo realmente para el Padre. Él, sin lugar a ninguna duda, quiere siempre lo mejor para nosotros.

            Jesús  cumplió el primero y más importante de los mandamientos haciendo la voluntad de su Padre y no la suya; se entregó completamente al proyecto que el Padre tenía para Él. Esta manera de obrar la refrendó con aquella pregunta dirigida a aquellos que le seguían y sólo amaban con palabras, no con hechos: "¿Por qué me llamáis; Señor, Señor, y no hacéis lo que digo" (Lc 6,46)  Jesús nos pide la mayor radicalidad y coherencia en el decir y en el obrar. Y esto presupone amar y glorificar a Dios con nuestro comportamiento.

            El porqué no amamos a Dios en esta dimensión lo encontré en el texto que de Diadoco: "El que se ama a sí mismo no puede amar a Dios; en cambio, el que deja de amarse a si mismo ama a Dios. Ya no busca su propia gloria, sino la gloria de Dios"

            Cuan distinta es esta manera de obrar que choca frontalmente con aquella célebre frase tan mundana, y que oímos frecuentemente "Quiérete a ti mismo, que como tú te quieres nadie te querrá"

            "Que el hombre no te obligue, Señor, a arrepentirte de haberle dado un día las llaves de la tierra" (Himno de Laudes. Jueves 2ª Semana)

            Fco. Javier Burguera Sarró           

0 comentarios: