REFLEXIÓN
LA TRAGEDIA
DEL HOMBRE
Nunca
como en estos tiempos, el hombre ha alcanzado tanto saber y conocimiento del
mundo que le rodea. En los últimos cincuenta años, los descubrimientos y
avances en todos y cada uno de los campos de la ciencia han sido espectaculares.
El
nivel de vida ha crecido de una manera exponencial, por lo menos en los países
del primer mundo, en el nuestro; las comodidades han sido cada vez mayores; el
trabajo se ha ido haciendo menos pesado, pues la maquinaria ha sustituido las manos
y los brazos de los hombres; en fin, unos adelantos sin precedente.
Y
sin embargo, el hombre, el de clase alta como el de media o baja, el
intelectual o el que casi ni leer sabe, el docto como el ignorante, el de
estudios universitarios como el que solamente ha ido a la Escuela Primaria,
todos en general, con alguna que otra excepción, no se encuentran con que la
vida les sonría, no se consideran felices completamente, pues siempre tienen un
pero al que recurrir. Las estadísticas últimas referentes al grado de felicidad
personal así lo atestiguan. No hay diferencias sensibles entre uno y otro
género.
Ante
ésta realidad se pueden tener dos posturas. Aquellos que se resignan y no
tienen en cuenta que “mal de muchos consuelo de…” o el de los otros que se preocupan
por llegar a saber las causas y los motivos que llevan a esta situación.
El
hombre es un animal mimético, hace lo que ve hacer a los otros, y como el
tiempo es corto siempre y mucho más ahora que todo el mundo corre y tiene
prisa, no lo encuentra para esta cuestión, a la que muchos señalan como baladí.
No le otorgan la importancia que el tema requiere, o quizás la inercia con la
que viven no les permite ni tan siquiera planteárselo. Hay un refrán valenciano
que retrata de manera muy expresiva esta forma de vivir, “com el burro de
Victòria, sense pena ni glória”. Se han amoldado a vivir así. Piensan que todo
el mundo vive igual, con los mismos problemas sin resolver, con los mismos
interrogantes sin contestar, con los mismos o parecidos sufrimientos, poniendo
como único dios de su vida al dinero, centrando todas sus expectativas y
esperanzas en alcanzar algún día el estatus de rico. Para estos el poder y el
dinero es lo que importa. Todo lo demás no tiene sentido ni interesa.
Centran
todo su quehacer, su trabajo y sus fatigas en llegar a ser un día
autosuficientes. En no necesitar de nada ni de nadie. En bastarse ellos solos.
No
conciben o les cuesta mucho entender que haya otras personas que viviendo de
otra manera, no centrando sus afanes en tener y poseer, sino mas bien en ser,
son felices. Y ello, a pesar de tener los mismos problemas y pasar por las
mismas vicisitudes que los demás. Ocurre que estas han encontrado el fundamento
sólido en que sustentan su vida. No temen que las variantes circunstancias que
pueden afectar a su existencia desmoronen y resquebrajen éste sólido cimiento.
Tan sólido es que nada temen. Nada, absolutamente nada, les puede afectar
negativamente. Esa es precisamente la esperanza con que sustentan su
existencia.
La
diferencia esencial entre ambas formas de entender la vida es que mientras unos
consideran que todo lo pueden, que todo es alcanzable con las solas fuerzas,
que la suerte es un factor determinante, que el destino lo tienen escrito y
nada lo puede cambiar, los otros se consideran a sí mismos como limitados, poca
cosa, impotentes en ciertos aspectos, insignificantes, pobres de espíritu, no
por falta de dinero; necesitados e incompletos. Unos dan de lo que les sobra y
otros dan de lo que necesitan. Unos se privan de muchas cosas los otros no. Unos
creen en la suerte y otros en la Providencia. Unos ven su destino inexorable y
los otros la mano de Dios.
Y
lo llamativo es que estos últimos se consideran felices y los primeros no. A
estos siempre les falta algo. Los otros tienen de todo y hasta les sobra. Y
cuando algo les falta o escasea no les quita el sueño. Saben vivir en
precariedad, y no por ello desean tener más. Se abastecen de otras exquisiteces
que no todos saben valorar.
La
tragedia del hombre es considerarse que todo lo puede y nada necesita. No
concibe que haya Alguien que es su guardián y vigila todas sus acciones. No quiere
levantar los ojos al cielo de donde le viene el auxilio. (Sal 121)
Cree
que es capaz de amar incondicionalmente, y no medita que “hoy que sé que mi
vida es un desierto, en el que nunca nacerá una flor, vengo a pedirte, Cristo
jardinero, por el desierto de mi corazón” (Himno de Laudes T.O. Lunes 2ª sem)
El
cimiento sólido al que antes me he referido es Cristo. Él es “la piedra
angular” Por eso, San Ambrosio dejará
escrito en sus comentarios sobre los Salmos: “Si hablamos de sabiduría, Él es
la sabiduría; si de virtud, Él es la virtud; si de justicia, Él es la justicia;
si de paz, Él es la paz; si de la verdad, de la vida, de la redención, Él es
todo esto”
No
queramos nosotros suplantarle.
“Que
el hombre no te obligue, Señor, a arrepentirte de haberle dado un día las
llaves de la tierra” (Himno de Laudes. T.O. Jueves 2ª sem).
Necesitamos
recordar todos, absolutamente todos, unos y otros, aquella frase de la
Escritura: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad” (Si 1,18)
Fco.
Javier Burguera Sarró
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