jueves, 16 de febrero de 2012 | |


SANTIDAD DE PRIMERA MANO



DE CRISTOBAL LÓPEZ DE VALLADOLID

AL PADRE CRISTOBAL DE SANTA CATALINA

MÉRIDA, 24 JULIO 1638 + CORDOBA, 24 julio 1690





Nace en Mérida en una familia de cristianos viejos, de hondas raíces cristianas, jornaleros y pobres, en las que el pan nuestro de cada día y el poder trabajar entraban en el sufrimiento de cada jornada.

En esta ciudad crece, estudia y ayuda a sus padres ya adolescente.

Trabaja como enfermero, como san Juan de la Cruz en Medina del Campo, y sacristán.

El director del hospital de san Juan de Dios le insinúa la llamada al sacerdocio. Comienza el período de su formación eclesiástica, en el convento de los dominicos de Mérida. El Real Convento de S. Marcos, de la orden militar de Santiago tenía la jurisdicción eclesiástica de Mérida y fue la que accedió, hechas las debidas diligencias,

 Tonsura, ordenes menores y mayores hasta ser ordenado sacerdote en Badajoz en 1663, el diez de marzo, por Frey Hyeronimus Rodríguez de Valderas, Consejero del Rey, como se hace notar en el acta de ordenación.

En familia esperaban otra cosa, un apoyo económico,  aunque tampoco se opusieran.

Su primer destino como sacerdote es ser capellán de uno de los Tercios empeñados en la guerra con Portugal que buscaba la independencia. Enferma gravemente y después de varias peripecias que tienen algo de milagroso lo traen de regreso a casa.

Comienza a sentir la llamada de Dios a una vida de soledad. Después de mucha lucha interior y del ambiente del clero, en el que estaba inserto, de posibilidades sociales y económicas, la muerte de un amigo en circunstancias extrañas, decide dejarlo todo y partir para el desierto de Córdoba y, allí, en la soledad, silencio, la oración y la penitencia encontrar a Dios. Es el año del Señor 1667.

Hace vida de eremita en la oración y en el silencio. Vive su sacerdocio, una vez conocido, en la Eucaristía y en el servicio a los compañeros, como Maestro y guía, y se constituye la Congregación de Ermitaños de S. Francisco y S. Diego.

En 1670 profesa en Orden de S. Francisco de Asís y toma el sobrenombre de

Cristóbal de Santa. Catalina.

EN 1673 teniendo conocimiento de las grandes necesidades sufrían los pobres de la ciudad, especialmente las mujeres, deja el desierto y baja de la sierra a  Córdoba

Las recoge por calles y plazas, dando así comienzo a la Hospitalidad franciscana de Jesús Nazareno, para lo cual el Obispo le exige dejar el hábito franciscano y vivir como sacerdote secular para poder dirigir  la nueva obra de la casa acogida u hospital del que se había preocupado la hermandad de Jesús Nazareno.

Todos los recursos, por un camino u otro llegan, pero es la Providencia siempre, como lo asegura el P. Cristóbal ,la que  acude siempre como respuesta a sus desvelos.

Escribía el P. Cristóbal experiencia vivida, en el día a día de ayudar a sus pobres:

“Tened confianza porque la mano de Dios sabe abrirse para el socorro cuando las necesidades aprietan”



El pueblo cordobés acude a la llamada, al ejemplo de P. Cristóbal y de sus compañeros, que hombres y mujeres, unas sirviendo directamente al hospital y los otros buscando las ayudas de la buena gente cordobesa, necesarias, saben hacerse presentes en los sentimientos y proyectos de una sociedad, como la barroca, muchas veces vacía y grandilocuente y otras, cristiana de fervores  capaces de tantas buenas obras y empeños en, favor de la práctica de las obras de misericordia, tan urgentes en las clases bajas sin pan que llevarse a la boca, vestido con el que poder vestirse, o una vieja casa donde pasar las noches frías de invierno.



En la agenda que las Hermanas Hospitalarias Franciscanas, 2012, con el título de Nueva Evangelización, recogen unos pensamientos que comentan muy bien la vida del P. Cristóbal:

“Tenía tanta fe en la divina Providencia, que encargó hacer un cuadro de Jesús Nazareno, que puso sobre el umbral de la enfermería de los pobres, con esta inscripción: “Mi Providencia y tu fe han de tener esto en pie”.



La llamada “esportilla de la Providencia”, repetidas veces, en las necesidades, se vio milagrosamente surtida. Pues enviando el P. Cristóbal a los Hermanos-como cuenta el Beato Francisco Posadas OP .en su Vida, siendo su amigo, confesor y director espiritual-, para que sacasen de ella limosna, la encontraban llena habiéndola dejado vacía,

Y, para qué más pruebas de la Divina Providencia, que el ver un Hospital, sin más rentas que las capachas en que los hermanos pedían, sustentarse más de 120 personas

a expensas de las limosnas que daban los devotos y las que multiplicaba el Señor.

El P: Cristóbal afirmaba con entereza  humildad:

“Tened confianza que la mano de Dios sabe abrirse para el socorro cuando las necesidades aprietan”.



En la misma agenda, antes citada, para el tiempo de Navidad, se nos ofrece una carta del P. Cristobal, escrita en la Isla de León, muy en consonancia con los tiempos actuales que necesitan, sin tantas profundidades de la liturgia tan estudiada hoy y en aquellos tiempos postridentinos y barrocos solemne y puntualmente celebrada, que ya desde joven Cristóbal seguía comprendiéndola por sus conocimientos del latín y las muchas horas de sacristán en conventos de monjas en Mérida (17 noviembre 1674):



“Quisiera hermanos míos preguntar, cómo va el Niño Dios, si está bien hallado en sus corazones, con regalo y asistencia, cual se le debe a tal  Señor. Miren que le tengan

mu y contento, no nazca llorando y se ausente quejoso.

Y para este tiempo les será muy agradable considerar quién es este hermoso Niño que habita en nuestras entrañas, de dónde viene y a qué viene y por qué viene.

Aquí hallamos dilatadísimo campo para le memoria y el entendimiento, conociendo y pensando siempre en estos misterios tan llenos de amor para quien siempre ha sido ingrato y desagradecido.

Y siendo esto así, viene ahora hecho niño para darnos a entender que, ni trae boca para reñir, ni manos para castigar; que aunque la verdad trae boca es para llorar nuestras culpas y consolarnos con palabras de vida eterna. Y si trae manos, las trae de niños que, antes son de regalo que de castigo, pues este niño tan amante y perdonador, no quiere de nosotros más que nuestra voluntad. Pues démosela de todo corazón, que con esto estará contento, medrado y agradecido y dará en premio toda una eternidad de gloria”.



Su biógrafo, el Beato Francisco Posadas, dominico, contemporáneo y amigo, confesor y director, que lo conocía muy bien, y que lo acompañó en sus últimos días, cuando contagiado por la peste furibunda, el cólera, que en varias ocasiones había golpeado la ciudad, se presentó a sus puertas en 1690,  con el verano, y contagió al P. Cristóbal, prácticamente sin defensas naturales, desgastado y roto que iba a recibirla como “alegremente pobre” porque desde su salida de Mérida, aun antes de pequeño, en casa a la que el padre con su trabajo, por la noche podía llevar unos reales o maravedises, o hierbas comestibles y de cuya recogida, desde muy pequeño Cristóbal era perito en ellas.

Los testimonios recogidos de su oración en el desierto hablan de penitencia,  oración, de una vida mortificada hasta el extremo: un trozo de pan y una naranja, algunas hierbas, frutos secos si los había en el Desierto, o lo que algún campesino podía ofrecerles como agradecimiento por su ayuda en el laboreo de las pequeñas fincas vecinas.

Más tarde, cuando decide ir al encuentro de los pobres, bajando a la ciudad, en el hospital de Jesús Nazareno por los pueblos y ciudad de Córdoba, conocido de ricos y pobres, podía dejarse alimentar, pero siempre en la simplicidad y escasez a la que estaba acostumbrado, pero cierto es que el trabajo, las vigilias de oración ante la Eucaristía, su entrega y dedicación a los pobres del hospital, las enfermedades y la peste fueron acabando con sus pocas reservas físicas, hasta el no puedo más y dejarse llevar por sus hermanos y por tanta gente que lo tenían en el corazón como un padre.

Una nota simpática de sus hábitos, como cura y joven de su tiempo, es que al P. Cristóbal le encantaba jugar con la petaca y la yesca pero también les tocó a sus compañeros en el desierto abandonar su compañía.

El P. Gil de Muro, en la última biografía, en un estilo popular, atinado y sorprendente, nos ofrece una semblanza cercana y familiar del P. Cristóbal, que se lee de corrida, nos habla en un capítulo, el sexto, que titula: ¡Toma tabaco!

El ermitaño de Córdoba que lo recibe y lo acompaña hasta la celdilla que ocupará de allí en adelante, le informará: - Y no se preocupe Hermano: que poco a poco irá aprendiendo las disciplinas de este desierto. No son muchas ni muy difíciles. Ya verá.

En la sierra, en el desierto, había pequeñas propiedades muy cuidadas de viñas, frutales de cerezos y guindos, ciruelas, zaragocíes, nogales, duraznos, higueras, aunque la mayor parte estaba dedicada a monte bajo y jaras para hacer carbón picón, y otros frutales como avellaneros, castaños, aceitunos, pinos álamos y alisos.

Un paraíso tentador para los ermitaños.

Son muchos los años que vivirá en el desierto y se pueden volver a revivir en su persona los dichos y hechos de los Padres del desierto que él ha vivido con sus compañeros ermitaños. Y sin faltar esa cercanía a la naturaleza, a los animales, de los que San Francisco era tan amigo, como en el caso tan celebrado de una culebra que, estando los Hermanos ayudando a arreglar el campo de una viña, salió asustada de su escondrijo y ante los palos, azadas que intentaban sacarla a espacio libre para matarla, el Hermano Cristóbal consiguió con sus palabras que ermitaños y trabajadores reptando pudiera escapar. Lo cuentan todos los biógrafos que, desde aquel mismo momento, por la tarde iba a refugiarse en su ermita para pasar la noche, y durante el día  vigilaba, enroscada o alargada, delante de la puerta “la culebra del P. Cristobal”.



Encontrarse, inesperadamente, con la figura de este venerable siervo de Dios hace unos años, cuando las Hermanas Franciscanas Hospitalarias de Jesús Nazareno, vivían en Roma, no lejos de mi casa, preocupadas por llevar adelante la Causa de Beatificación del Venerable Cristobal de Santa Catalina (1638-1690) que ya habían preparador la Positio super virtutibus y la revisión histórica, de todo cuanto se había hecho hasta el momento  ha sido para mí, sin pensarlo en aquellos días, sorprendente, un simple encuentro de hermanos, que me ha descubierto una figura lejana dentro de mi pequeño mundo de postulador, en el que me estaba iniciando.

Sor Concepción una monja, Misionera Carmelita de la Caridad, (de santa Joaquina Vedruna), muy “averiguada” como dicen por Andalucía, en santos beatos, siervos de Dios etc. y trabajando en el Archivo Secreto, conocedora de tantos ilustres personajes  y de otros más humildes, tiene mucho tacto y don de gentes, me presentó a Sor Natividad, religiosa hospitalaria que su Congregación había enviado a Roma  para seguir las prácticas del Proceso, que una vez acabado el estudio de los archivos cordobeses y romanos que daban a conocer, cómo ya desde los primeros años de su muerte (1692) la diócesis, la ciudad de Córdoba y los Hermanos y Hermanas del Hospital de Jesús Nazareno habían llevado adelante el Proceso hasta nuestros días, con muchos altibajos a nivel de Iglesia en Roma, expoliada por los soldados de Napoleón en sus archivos y el declino de los Hermanos Hospitalarios en Córdoba.

Van a ser los estudios de D. Manuel  Nieto Cumplido, como vicepostulador, y doctor en Historia eclesiástica por la Gregoriana  quien con esfuerzo y dedicación el que, con toda la documentación del proceso, desde 1692, sus lagunas y sobre todo el estudio base de la Vida del Venerable P. Cristobal de Santa Catalina del beato Francisco Posadas, dominico, coetáneo, amigo y director espiritual, la base de toda esta tarea de investigación, dirigida, estimulada y acompañada por Mons. José Luis Gutiérrez Relator de la Causa, como se lee en el informe que prepara para presentar la Positio ( I-XVI) donde se puede encontrar la relación de todo el trabajo realizado (Roma, 2 febrero 1998), fiesta de la Presentación del Señor.



Si la beatificación tendrá lugar en fechas próximas esperamos poder encontrarnos todos en la Mezquita Catedral para su proclamación.



Los siglos XVIII y XIX, la situación social y política en Roma y después en España, en las que las consecuencias de la Revolución Francesa y la persecución derivada de la misma, que afectó profundamente a  diversos modos de presencia de la Iglesia, de las Ordenes religiosas con las desamortizaciones y exclaustraciones, el expolio de documentación en los archivos de la Congregación de Ritos, por los franceses, siempre deseosos de llevarse a bibliotecas, archivos todo cuanto había de valor, los enfrentamientos bélicos, la situación creada por la Guerra de la Independencia  en España, hicieron que la labor de postuladores fuera casi imposible.

Los Hermanos Hospitalarios, la mano externa del corazón del P. Cristóbal, eran tiempos duros para Andalucía, volvía a casa vacía, acabando por desaparecer. Las Hermanas, viviendo en su clausura, sirviendo a los pobres sólo podían esperar que la semilla sembrada por el P. Cristóbal  pudiera germinar en la esperanza, abonada por la caridad de unas pobres religiosas, que sin otras ayudas, en su vida y trabajo, estaban buscando otras singladuras, como ocurrió a finales de siglo XIX, al salir de conventos o nuevas fundaciones especialmente dedicadas a la caridad: hospitales, casas de acogida de ancianos y enfermos, instituciones de educación, colegios, escuelas. De la entrega y servicio de Ángela de la Cruz a los pobres entre los pobres. A la misma educación en colegios y pequeñas escuelas de barrios y pueblos hasta centros de elite en algunas ciudades.

Y hoy la multitud de presencia de la vida religiosa pisos, apartamentos en los que las religiosas, con o sin hábitos, en medio de nuestros barrios acompañan y ayudan a la gente a vivir llevando los mil problemas de la gente, desde las necesidades perentorias en los comedores, a la sistemación social de los sin papeles, maltratos, droga y las cien mil dependencias de una sociedad teóricamente democrática y libre y que en el fondo no lo es tal. Al P. Cristóbal le dolían los niños, como hoy a sus hijas. Abortos, abandono, violencia, sexo sin amor, son lacras difíciles de borrar



Este fenómeno se ha dado en todo occidente: trabajo, pan y escuelas; agua, sobre todo, como escribía el granadino Ángel Ganivet, a principios del siglo XX, inmensos latifundios, en las tierras del sur, caldo de cultivo de resentimientos, en medio de tierras resecas, rocosas, sierras altivas en las que los olivos dominaban los horizontes inmensos de los alrededores de Córdoba, con pinceladas de blanco de sus escasos cortijos, en los que la explotación señorial se estaba convirtiendo en el caldo de cultivo de la violencia desatada e la futura guerra civil.

Doliéndoles como a todos España, entre pensadores, literatos y políticos de la generación del 98, las Hermanas Franciscanas Hospitalarias de Jesús Nazareno, en Córdoba, han escuchado la llamada del Señor, han reescrito la experiencia de fe del Padre Cristobal, que allá en los lejanos  1673, inició su fundación, como lo recoge su confesor y biógrafo el Beato Posadas



“Teniendo noticia de las graves necesidades que padecían muchas

mujeres … se movió a buscar remedio. Bajó a la ciudad y buscando lugares para dar recogimiento y enfermería a dichas pobres, encontró la casa de Jesús. Pidió la casa a los Caballeros (de la Cofradía) que con largueza se la dieron… Discurrió por la casa y por las calles en busca de pobres…

Y, hallando su caridad en qué emplearse, dio principio a la obra y fundación del Hospital, el año del Señor de 1673, día once de febrero”.

Coincidía con el miércoles de Ceniza, cuando se le comunicó que tenía permiso de residencia y capellanía en el Hospital y Cofradía de Jesús Nazareno.

La atención a las mujeres abandonadas por el nuevo padre capellán, no tuvo reparos por parte del Hermano mayor de la Cofradia, el señor Conde de Torres Cabrera, que bien pudo pensar como escribe el P. Gil de Muro: “A lo mejor hasta nos viene bien corregir un poco este estilo nuestro en la práctica de la caridad que, quien mucho abarca poco aprieta”.





De la Sierra de Córdoba y sus ermitas al Hospital de Jesús Nazareno.



Habían pasado los años, todavía gloriosos del Siglo de Oro de nuestras letras y aun de las armas españolas por tierras de Europa, pero la Guerra de los Treinta Años concluida con estrepitoso fracaso, desde Rocroy, 1643, donde los tercios tuvieron que rendirse ante la armada francesa y las nuevas tácticas de lucha, hasta la paz de Westfalia 1648, y la posterior de los Pirineos con Francia 1659 y la precedente en la Isla de los Faisanes 1658 donde se confirma la situación creada, en la que España, pobre y arruinada, debe intentar lamerse sus heridas en algunos recuerdos que aún quedaban en Europa, como la independencia de Portugal, la herida profunda de Cataluña y las tentativas separatistas también de la nobleza andaluza. El mapa europeo que quedaba fue un verdadero puzzle. Años más tarde los Borbones sucederán a los Austrias modernizando la nación con el despotismo ilustrado a la francesa, desde el iluminismo y la misma educación popular ilustrada y haciéndose con el trono de España.



Don Cristóbal como todos los jóvenes de su edad, en Mérida, fueron llamado a las armas, su reciente ordenación le situó como capellán de uno de los tercios que combatían en tierras fronterizas con Portugal. De Flandes había vuelto después de la derrota de Juan de Austria, el nombrado gobernador Benavides en 1664, para asumir el mando en las luchas fronterizas con Portugal, que también en la batalla de Ameixal, había sido humillado, Dicen de este Benavides que era un buen soldado y estratega pero hacía poco caso a los elementos secundarios, pero a veces muy importantes en los combates. La derrota de Montes Claros fue  una buena lección para los castellanos y para el prestigio del general. Amargado y humillado murió a los pocos años.

A Cristóbal que le tocó participar en estas batallas perdidas, sirvió a las órdenes del marqués de Caracena.

Hay que estar con los soldados, tanto en los tiempos buenos como en los malos,  le dijo el capellán mayor,  que se jugaban la piel en las batallas de Campo Mayor, la toma de Villaviciosa o en derrota de Montes Claros o en circunstancias menos venturosas.

Sabemos que el P. Cristóbal fue un cura de los buenos, acompañando a aquellos soldados sin suerte, enfermos, heridos, abandonados a su suerte, a los que el escucharles sus cuitas personales, sus males del alma y del cuerpo, aquel curilla joven sabía ofrecerles el remedio para el alma y el cuerpo. Era un soldado, pero un soldado sacerdote que nunca echaba en saco roto su condición. Anota el P. Gil de Muro que en la guerra hay como una resignación hacia lo que puede pasar: miedo en el alma y temblor hacia lo que puede ocurrirles a aquellos desechos de humanidad, entre los que D. Cristóbal, de día y de noche tenía que desgranar las horas.

Cuando le toco volver a casa, a la Mérida natal, un ejército roto y en desbandada poco tienen que contar y menos los dos hermanos, también compañeros de armas, la de presentarse en casa, quizá con algunos reales, dicen que once, o maravedises de la paga, si algo había sobrevivido al concluir su enganche en los Tercios y mandando algo a casa que, entre guerras y pobreza, imaginaba cómo estaban pasándolo  mal, o los peligros de la retirada como el bombazo, que desmochando un árbol bajo el que se encontraba, estaba tan cansado y medio enfermo que casi ni se enteró.

Entre otras cosas contaban, cómo viniendo enfermo, montado como Sancho en un asno, más que nunca, con los pies arrastrando, el burro siguió otro sendero del normal de los compañeros salvando su vida del acoso lusitano. Y el agua encontrada que febricitante necesitaba…

“Admirado estoy de que Dios me haya puesto tan a la vista  y cómo me ha defendido”.



A finales de 1665, Juan y Cristóbal estaban  en Mérida, donde ya estaba participando en su vida normal de clérigo. No tenía edad para contar batallitas, pero a través de su experiencia se podía conocer que detrás estaba la mano del Señor.

Será el camino de la Providencia a hacerle conocer que le estaba preparando caminos nuevos en medio de su vida de cura joven en busca de futuro, y para echar una mano en casa. Se ha ido dando a conocer por su vida serena, pastoral, honradez y capacidad de servicio. Y también por sus amistades que, acaso lo llevaban por caminos de jóvenes.

Como Pablo, también tiene su experiencia: una noche salen de juerga y resulta que el amigo es asesinado en una reyerta. Nunca desvelará el motivo y la parte que pudo tener en él. El camino hacia la soledad y el desierto, el encuentro con Dios solo en las ermitas de Córdoba va a ser su respuesta sin reservarse nada en la oración ni en la penitencia de un “pobre pecador” en aquel Desierto al que dio una nueva regla y patronos: S. Francisco y San Diego, dentro de la Venerable Orden Tercera, de tanto arraigo en el mundo seglar de aquellos siglos.



De los esplendores califales de la Mezquita o Medina Azhara a las murallas con torres que encierran la miseria más extrema



La Córdoba que, a principios de siglo, en la pluma de Luis de Góngora y Argote (1561-Madrid 1627) que vivió la crisis de la decadencia española económica, militar y política del llamado Siglo de Oro se muestra  en los primeros tiempos del barroco andaluz, en la literatura espléndida  y en el arte brillante :



“¡Oh excelso muro, de torres coronadas

De honor, de majestad, de gallardía!

¡Oh gran río, gran rey de Andalucía,



De arenas nobles, ya que no doradas.

¡Oh fértil llano, de sierras levantadas,

Que privilegia el cielo y dora el río!



¡Oh siempre gloriosa, patria mía

Si entre aquellas rüinas y despojos

Que enriquece Genil y Dauro baña,

Tu memoria no fue alimento mío.

Nunca merezcan mis ausentes ojos

Ver tu muro, tus torres, tu rio,

Tu llano y sierra. ¡oh patria, oh flor de España!



Cuando el P. Cristóbal de Santa Catalina siente la llamada de acercarse a Córdoba, hombre religioso experimentado, conocedor de la vivencia franciscana del Cristo crucificado imitando en todo a nuestro Padre S. Francisco, que le mueve a darse todo a los pobres y a los leprosos, condividiendo el amor al prójimo sin reservas, no es de extrañar que la experiencia cordobesa de la situación social, moral, de abandono de los pobres, que en sus bajadas, cargada sus espaldas de picón para ofrecer un poco de alivio en los inviernos rígidos y las casas desangeladas, le moviera a darse totalmente a aquella llamada.

Consultando a sus superiores, con mucha oración, dejando a un lado la primera etapa de su largo camino, conociendo el centro de acogida de aquel hospital, él llamara a sus puertas  para echar una mano y hacerse uno entre los muchos cordobeses que dedicaban fuerzas y dinero, hasta influencias para hacer que las cofradías o hermandades fueron algo más que procesiones, celebraciones y encuentros.

Un hombre como él, con fama de buena persona, caritativo con todos, de santo: esportilla y rosario en mano, tenía que ser objeto de admiración y suspicacia por las gentes de Iglesia, comenzando por el obispo preocupado por estas instituciones que podían escapársele de la jurisdicción diocesana, y no se le ocurre mejor modo que reducir al estado secular al P. Cristóbal. Hijo de obediencia ha debido sufrir, pero por otra parte su situación al frente del Hospital adquiría un camino, respetable, porque no faltaron críticas y malas lenguas a este instituto de hermanos y hermanas, hasta que las aguas se fueron calmando.

“Este Instituto es la caridad”, hospital de mujeres impedidas e incurables y niñas enfermas, un primer paso que, después la caridad del P. Cristóbal, irá abriendo puertas grandes y pequeñas, patios, salas, dormitorios, capilla, iglesia y todo un largo etc. para dar cobijo a todo el mundo.

Como recoge una presentación hecha por las Hermanas Hospitalarias del siglo XXI:

“La tarea asistencial con las mujeres como la que realiza a favor de los niños, ha que situarla así: respuesta las necesidades de los pobres…La Obra del P. Cristóbal está dirigida a las personas más en precariedad.

Lo que sí es cierto también, que no solo cuida de las necesidades de salud, alimentación, sino que atiende también y con mucho esmero con la delicadeza en el trato, escuchar y la vida espiritual. “Solía regar las camas con jazmines”… Daba de comer con sus propias manos a los que postrados por la enfermedad estaban desganados…

En lo que se refiere a la infancia, acoge niños y niñas dándoles alimento y enseñanza. Y lo hace para que sus padres puedan salir a trabajar y ganarse el sustento. Una guardería de las de hoy. En aquellos tiempos no se acogía a los niños pequeños cono fura por motivos de salud.

La enseñanza se hacía en el patio, entre juegos y cantos, lo que les valió recibir duras críticas pues los métodos de enseñanza rígidos y severos. La vara y el sopapo eran de ordinaria administración en las clases infantiles y numerosas. Se recuerda al Hº  San Francisco como educador de niños expósitos del Hospital”.

Recogiendo notas de su historia podemos ver que los ojos y el corazón del P. Cristóbal no estaban ahumados ni en tinieblas, calles ofrecían sus dones:

Prostitutas, que lo eran por pura necesidad. Las saca dándoles vivienda y cuidando sus hijos, dándoles la posibilidad de buscar trabajo sin dejar a los niños abandonados

Viudas que quedaban abandonas a su suerte. Jóvenes sin dote y sin futuro.

Monjas de clausura que pasan necesidad, hambre. Clérigos con pocos bienes para poder vivir.

Enfermos de otros hospitales. En sus casas, que lo llamaban para remedio de cuerpo y alma. Peregrinos. Pobres de cualquier tipo. Pedía también comida para llevar a enfermos a su casa.

Iba a casa de los pobres, que se hallaban” comidos de podredumbre, aborrecidos de todos y de su misma familia, olvidados.



Base y fundamento de su caridad:”Procuraba saber su necesidad porque ella es el mejor padrino”.



En el nombramiento del Capellán no intervino, menos mal, el Obispo, todo estaba reglado desde la fundación de la Cofradía y el Hospital, que le hicieron saber:

“Su Paternidad deberá cuidar del Hospital y de los pobres. Administrar las limosnas que le dé la Cofradía, para el sustento no solo de los enfermos sino también de todo el personal del Hospital. Deberá atender también a los internados y a los cofrades y a los hospitaleros, llevar puntualmente las listas de las entradas de los enfermos y salvaguardar la jurisdicción episcopal sobre el Hospital mediante el derecho de visita y fiscalización de las cuentas”.

Cristóbal se dio por enterado, y con ello cerró de golpe su  experiencia en el Desierto del Bañuelo en la Sierra de Córdoba y se puso a caminar, empujado por la caridad a buscar a Cristo entre los pobres, crucificado, fuera y dentro de la ciudad.







Concluyo estas breves líneas, con otras más sucintas, escritas

sobre mármol y colocadas en la primera sepultura, después del traslado de sus restos a la iglesia (¿1694?) y en algunas partes deteriorada:



“Para perpetua memoria / bajo de esta lápida está la bo /veda donde estuvo depositado /el cuerpo del venerable siervo de Dios Cristobal / de Santa Catalina presbítero secular /fundador de la hospitalidad de po /bres y Congregación de Hermanos /  e Hijas de Jesús Nazareno / desde el 25 de Julio de 1690 hasta el 21 de setiembre /1694 en que se manifesto para su traslación /q. se ejecutó el 27 de sp./ de 1694 haviendose colocado/ en bovedas y cajas de plomo y ensina con lapida y epitafio en el presbiterio de la Yglesia de este hospital por el Emmo Sr, Cardenal /Salazar obispo de Cordova asistido por el Illmo. Sr. Obispo de Baruto y del /R.P. P. F. Franco Posadas y muchos señores de la Santa Yglesia de que dieron testi /monio los SS. D. Gabriel de Bena/ vente y D. Berdo. Blzqz. Notº Apº/ que se iincluyo en la caxa hasª/ta q. la Sª Sede apcª. mande dar/ culto como lo merezen sus virtudes heroias (sic) y los milagros a honrra/  y gloria de Dios admi/rable en sus sierbos /Amen”



Nota: En el caso de ser publicado este escrito, es mejor reproducir también el original. Nota del autor.

                                                                             

                                                                              P. E. J. Martínez de Alegría s.c.j. Postulador de la Causa

                                                           Roma, 16.02.2012

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