SANTIDAD DE
PRIMERA MANO
DE CRISTOBAL LÓPEZ DE VALLADOLID
AL PADRE CRISTOBAL DE SANTA CATALINA
MÉRIDA, 24 JULIO 1638
+ CORDOBA, 24 julio 1690
Nace en Mérida en una familia de cristianos viejos, de hondas raíces
cristianas, jornaleros y pobres, en las que el pan nuestro de cada día y el
poder trabajar entraban en el sufrimiento de cada jornada.
En esta ciudad crece, estudia y ayuda a sus padres ya adolescente.
Trabaja como enfermero, como san Juan de la Cruz en Medina del Campo, y
sacristán.
El director del hospital de san Juan de Dios le insinúa la llamada al
sacerdocio. Comienza el período de su formación eclesiástica, en el convento de
los dominicos de Mérida. El Real Convento de S. Marcos, de la orden militar de
Santiago tenía la jurisdicción eclesiástica de Mérida y fue la que accedió,
hechas las debidas diligencias,
Tonsura, ordenes menores y
mayores hasta ser ordenado sacerdote en Badajoz en 1663, el diez de marzo, por
Frey Hyeronimus Rodríguez de Valderas, Consejero del Rey, como se hace notar en
el acta de ordenación.
En familia esperaban otra cosa, un apoyo económico, aunque tampoco se opusieran.
Su primer destino como sacerdote es ser capellán de uno de los Tercios
empeñados en la guerra con Portugal que buscaba la independencia. Enferma
gravemente y después de varias peripecias que tienen algo de milagroso lo traen
de regreso a casa.
Comienza a sentir la llamada de Dios a una vida de soledad. Después de
mucha lucha interior y del ambiente del clero, en el que estaba inserto, de
posibilidades sociales y económicas, la muerte de un amigo en circunstancias
extrañas, decide dejarlo todo y partir para el desierto de Córdoba y, allí, en
la soledad, silencio, la oración y la penitencia encontrar a Dios. Es el año
del Señor 1667.
Hace vida de eremita en la oración y en el silencio. Vive su
sacerdocio, una vez conocido, en la Eucaristía y en el servicio a los
compañeros, como Maestro y guía, y se constituye la Congregación de Ermitaños
de S. Francisco y S. Diego.
En 1670 profesa en Orden de S. Francisco de Asís y toma el sobrenombre
de
Cristóbal de Santa. Catalina.
EN 1673 teniendo
conocimiento de las grandes necesidades sufrían los pobres de la ciudad,
especialmente las mujeres, deja el desierto y baja de la sierra a Córdoba
Las recoge por calles y plazas, dando así comienzo a la Hospitalidad franciscana de Jesús Nazareno,
para lo cual el Obispo le exige dejar el hábito franciscano y vivir como sacerdote
secular para poder dirigir la nueva obra
de la casa acogida u hospital del que se había preocupado la hermandad de Jesús
Nazareno.
Todos los recursos, por un camino u otro llegan, pero es la Providencia
siempre, como lo asegura el P. Cristóbal ,la que acude siempre como respuesta a sus desvelos.
Escribía el P. Cristóbal experiencia vivida, en el día a día de ayudar
a sus pobres:
“Tened confianza porque la
mano de Dios sabe abrirse para el socorro cuando las necesidades aprietan”
El pueblo cordobés acude a la llamada, al ejemplo de P. Cristóbal y de
sus compañeros, que hombres y mujeres, unas sirviendo directamente al hospital
y los otros buscando las ayudas de la buena gente cordobesa, necesarias, saben
hacerse presentes en los sentimientos y proyectos de una sociedad, como la
barroca, muchas veces vacía y grandilocuente y otras, cristiana de fervores capaces de tantas buenas obras y empeños en,
favor de la práctica de las obras de misericordia, tan urgentes en las clases
bajas sin pan que llevarse a la boca, vestido con el que poder vestirse, o una
vieja casa donde pasar las noches frías de invierno.
En la agenda que las Hermanas Hospitalarias Franciscanas, 2012, con el
título de Nueva Evangelización, recogen unos pensamientos que comentan muy bien
la vida del P. Cristóbal:
“Tenía tanta fe en la divina Providencia, que encargó hacer un cuadro
de Jesús Nazareno, que puso sobre el umbral de la enfermería de los pobres, con
esta inscripción: “Mi Providencia y tu
fe han de tener esto en pie”.
La llamada “esportilla de la
Providencia”, repetidas veces, en las necesidades, se vio milagrosamente
surtida. Pues enviando el P. Cristóbal a los Hermanos-como cuenta el Beato
Francisco Posadas OP .en su Vida, siendo su amigo, confesor y director
espiritual-, para que sacasen de ella limosna, la encontraban llena habiéndola
dejado vacía,
Y, para qué más pruebas de la Divina Providencia, que el ver un
Hospital, sin más rentas que las capachas en que los hermanos pedían,
sustentarse más de 120 personas
a expensas de las limosnas que daban los devotos y las que multiplicaba
el Señor.
El P: Cristóbal afirmaba con entereza
humildad:
“Tened confianza que la mano
de Dios sabe abrirse para el socorro cuando las necesidades aprietan”.
En la misma agenda, antes
citada, para el tiempo de Navidad, se nos ofrece una carta del P. Cristobal,
escrita en la Isla de León, muy en consonancia con los tiempos actuales que
necesitan, sin tantas profundidades de la liturgia tan estudiada hoy y en
aquellos tiempos postridentinos y barrocos solemne y puntualmente celebrada,
que ya desde joven Cristóbal seguía comprendiéndola por sus conocimientos del
latín y las muchas horas de sacristán en conventos de monjas en Mérida (17
noviembre 1674):
“Quisiera hermanos míos preguntar, cómo va el Niño Dios, si está bien
hallado en sus corazones, con regalo y asistencia, cual se le debe a tal Señor. Miren que le tengan
mu y contento, no nazca llorando y se ausente
quejoso.
Y para este tiempo les será muy agradable considerar quién es este
hermoso Niño que habita en nuestras entrañas, de dónde viene y a qué viene y
por qué viene.
Aquí hallamos dilatadísimo campo para le memoria y el entendimiento,
conociendo y pensando siempre en estos misterios tan llenos de amor para quien
siempre ha sido ingrato y desagradecido.
Y siendo esto así, viene ahora hecho niño para darnos a entender que,
ni trae boca para reñir, ni manos para castigar; que aunque la verdad trae boca
es para llorar nuestras culpas y consolarnos con palabras de vida eterna. Y si
trae manos, las trae de niños que, antes son de regalo que de castigo, pues
este niño tan amante y perdonador, no quiere de nosotros más que nuestra
voluntad. Pues démosela de todo corazón, que con esto estará contento, medrado
y agradecido y dará en premio toda una eternidad de gloria”.
Su biógrafo, el Beato
Francisco Posadas, dominico, contemporáneo y amigo, confesor y director, que lo
conocía muy bien, y que lo acompañó en sus últimos días, cuando contagiado por
la peste furibunda, el cólera, que en varias ocasiones había golpeado la
ciudad, se presentó a sus puertas en 1690, con el verano, y contagió al P. Cristóbal, prácticamente
sin defensas naturales, desgastado y roto que iba a recibirla como “alegremente
pobre” porque desde su salida de Mérida, aun antes de pequeño, en casa a la que
el padre con su trabajo, por la noche podía llevar unos reales o maravedises, o
hierbas comestibles y de cuya recogida, desde muy pequeño Cristóbal era perito
en ellas.
Los testimonios recogidos de
su oración en el desierto hablan de penitencia, oración, de una vida mortificada hasta el
extremo: un trozo de pan y una naranja, algunas hierbas, frutos secos si los
había en el Desierto, o lo que algún campesino podía ofrecerles como
agradecimiento por su ayuda en el laboreo de las pequeñas fincas vecinas.
Más tarde, cuando decide ir
al encuentro de los pobres, bajando a la ciudad, en el hospital de Jesús
Nazareno por los pueblos y ciudad de Córdoba, conocido de ricos y pobres, podía
dejarse alimentar, pero siempre en la simplicidad y escasez a la que estaba
acostumbrado, pero cierto es que el trabajo, las vigilias de oración ante la
Eucaristía, su entrega y dedicación a los pobres del hospital, las enfermedades
y la peste fueron acabando con sus pocas reservas físicas, hasta el no puedo
más y dejarse llevar por sus hermanos y por tanta gente que lo tenían en el
corazón como un padre.
Una nota simpática de sus
hábitos, como cura y joven de su tiempo, es que al P. Cristóbal le encantaba
jugar con la petaca y la yesca pero también les tocó a sus compañeros en el
desierto abandonar su compañía.
El P. Gil de Muro, en la
última biografía, en un estilo popular, atinado y sorprendente, nos ofrece una
semblanza cercana y familiar del P. Cristóbal, que se lee de corrida, nos habla
en un capítulo, el sexto, que titula: ¡Toma tabaco!
El ermitaño de Córdoba que
lo recibe y lo acompaña hasta la celdilla que ocupará de allí en adelante, le
informará: - Y no se preocupe Hermano: que poco a poco irá aprendiendo las
disciplinas de este desierto. No son muchas ni muy difíciles. Ya verá.
En la sierra, en el
desierto, había pequeñas propiedades muy cuidadas de viñas, frutales de cerezos
y guindos, ciruelas, zaragocíes, nogales, duraznos, higueras, aunque la mayor
parte estaba dedicada a monte bajo y jaras para hacer carbón picón, y otros
frutales como avellaneros, castaños, aceitunos, pinos álamos y alisos.
Un paraíso tentador para los
ermitaños.
Son muchos los años que
vivirá en el desierto y se pueden volver a revivir en su persona los dichos y
hechos de los Padres del desierto que él ha vivido con sus compañeros
ermitaños. Y sin faltar esa cercanía a la naturaleza, a los animales, de los
que San Francisco era tan amigo, como en el caso tan celebrado de una culebra
que, estando los Hermanos ayudando a arreglar el campo de una viña, salió
asustada de su escondrijo y ante los palos, azadas que intentaban sacarla a
espacio libre para matarla, el Hermano Cristóbal consiguió con sus palabras que
ermitaños y trabajadores reptando pudiera escapar. Lo cuentan todos los
biógrafos que, desde aquel mismo momento, por la tarde iba a refugiarse en su
ermita para pasar la noche, y durante el día
vigilaba, enroscada o alargada, delante de la puerta “la culebra del P.
Cristobal”.
Encontrarse, inesperadamente, con
la figura de este venerable siervo de Dios hace unos años, cuando las Hermanas
Franciscanas Hospitalarias de Jesús Nazareno, vivían en Roma, no lejos de mi
casa, preocupadas por llevar adelante la Causa de Beatificación del Venerable
Cristobal de Santa Catalina (1638-1690) que ya habían preparador la Positio
super virtutibus y la revisión histórica, de todo cuanto se había hecho hasta
el momento ha sido para mí, sin pensarlo
en aquellos días, sorprendente, un simple encuentro de hermanos, que me ha
descubierto una figura lejana dentro de mi pequeño mundo de postulador, en el
que me estaba iniciando.
Sor Concepción una monja,
Misionera Carmelita de la Caridad, (de santa Joaquina Vedruna), muy “averiguada”
como dicen por Andalucía, en santos beatos, siervos de Dios etc. y trabajando
en el Archivo Secreto, conocedora de tantos ilustres personajes y de otros más humildes, tiene mucho tacto y
don de gentes, me presentó a Sor Natividad, religiosa hospitalaria que su Congregación había enviado a Roma para seguir las prácticas del Proceso, que
una vez acabado el estudio de los archivos cordobeses y romanos que daban a
conocer, cómo ya desde los primeros años de su muerte (1692) la diócesis, la
ciudad de Córdoba y los Hermanos y Hermanas del Hospital de Jesús Nazareno habían
llevado adelante el Proceso hasta nuestros días, con muchos altibajos a nivel
de Iglesia en Roma, expoliada por los soldados de Napoleón en sus archivos y el
declino de los Hermanos Hospitalarios en Córdoba.
Van
a ser los estudios de D. Manuel Nieto
Cumplido, como vicepostulador, y doctor en Historia eclesiástica por la
Gregoriana quien con esfuerzo y dedicación
el que, con toda la documentación del proceso, desde 1692, sus lagunas y sobre
todo el estudio base de la Vida del Venerable P. Cristobal de Santa Catalina
del beato Francisco Posadas, dominico, coetáneo, amigo y director espiritual,
la base de toda esta tarea de investigación, dirigida, estimulada y acompañada
por Mons. José Luis Gutiérrez Relator de la Causa, como se lee en el informe
que prepara para presentar la Positio ( I-XVI) donde se puede encontrar la
relación de todo el trabajo realizado (Roma, 2 febrero 1998), fiesta de la
Presentación del Señor.
Si
la beatificación tendrá lugar en fechas próximas esperamos poder encontrarnos
todos en la Mezquita Catedral para su proclamación.
Los
siglos XVIII y XIX, la situación social y política en Roma y después en España,
en las que las consecuencias de la Revolución Francesa y la persecución
derivada de la misma, que afectó profundamente a diversos modos de presencia de la Iglesia, de
las Ordenes religiosas con las desamortizaciones y exclaustraciones, el expolio
de documentación en los archivos de la Congregación de Ritos, por los
franceses, siempre deseosos de llevarse a bibliotecas, archivos todo cuanto
había de valor, los enfrentamientos bélicos, la situación creada por la Guerra
de la Independencia en España, hicieron
que la labor de postuladores fuera casi imposible.
Los
Hermanos Hospitalarios, la mano externa del corazón del P. Cristóbal, eran
tiempos duros para Andalucía, volvía a casa vacía, acabando por desaparecer.
Las Hermanas, viviendo en su clausura, sirviendo a los pobres sólo podían
esperar que la semilla sembrada por el P. Cristóbal pudiera germinar en la esperanza, abonada por
la caridad de unas pobres religiosas, que sin otras ayudas, en su vida y
trabajo, estaban buscando otras singladuras, como ocurrió a finales de siglo
XIX, al salir de conventos o nuevas fundaciones especialmente dedicadas a la
caridad: hospitales, casas de acogida de ancianos y enfermos, instituciones de
educación, colegios, escuelas. De la entrega y servicio de Ángela de la Cruz a
los pobres entre los pobres. A la misma educación en colegios y pequeñas
escuelas de barrios y pueblos hasta centros de elite en algunas ciudades.
Y
hoy la multitud de presencia de la vida religiosa pisos, apartamentos en los
que las religiosas, con o sin hábitos, en medio de nuestros barrios acompañan y
ayudan a la gente a vivir llevando los mil problemas de la gente, desde las
necesidades perentorias en los comedores, a la sistemación social de los sin
papeles, maltratos, droga y las cien mil dependencias de una sociedad
teóricamente democrática y libre y que en el fondo no lo es tal. Al P.
Cristóbal le dolían los niños, como hoy a sus hijas. Abortos, abandono,
violencia, sexo sin amor, son lacras difíciles de borrar
Este
fenómeno se ha dado en todo occidente: trabajo, pan y escuelas; agua, sobre
todo, como escribía el granadino Ángel Ganivet, a principios del siglo XX, inmensos
latifundios, en las tierras del sur, caldo de cultivo de resentimientos, en
medio de tierras resecas, rocosas, sierras altivas en las que los olivos
dominaban los horizontes inmensos de los alrededores de Córdoba, con pinceladas
de blanco de sus escasos cortijos, en los que la explotación señorial se estaba
convirtiendo en el caldo de cultivo de la violencia desatada e la futura guerra
civil.
Doliéndoles
como a todos España, entre pensadores, literatos y políticos de la generación
del 98, las Hermanas Franciscanas Hospitalarias de Jesús Nazareno, en Córdoba,
han escuchado la llamada del Señor, han reescrito la experiencia de fe del
Padre Cristobal, que allá en los lejanos
1673, inició su fundación, como lo recoge su confesor y biógrafo el
Beato Posadas
“Teniendo noticia de las graves
necesidades que padecían muchas
mujeres … se movió a buscar remedio.
Bajó a la ciudad y buscando lugares para dar recogimiento y enfermería a dichas
pobres, encontró la casa de Jesús. Pidió la casa a los Caballeros (de la
Cofradía) que con largueza se la dieron… Discurrió por la casa y por las calles
en busca de pobres…
Y, hallando su caridad en qué emplearse,
dio principio a la obra y fundación del Hospital, el año del Señor de 1673, día
once de febrero”.
Coincidía
con el miércoles de Ceniza, cuando se le comunicó que tenía permiso de
residencia y capellanía en el Hospital y Cofradía de Jesús Nazareno.
La
atención a las mujeres abandonadas por el nuevo padre capellán, no tuvo reparos
por parte del Hermano mayor de la Cofradia, el señor Conde de Torres Cabrera,
que bien pudo pensar como escribe el P. Gil de Muro: “A lo mejor hasta nos
viene bien corregir un poco este estilo nuestro en la práctica de la caridad
que, quien mucho abarca poco aprieta”.
De la Sierra de Córdoba y sus
ermitas al Hospital de Jesús Nazareno.
Habían pasado los años, todavía gloriosos del Siglo de Oro de nuestras
letras y aun de las armas españolas por tierras de Europa, pero la Guerra de
los Treinta Años concluida con estrepitoso fracaso, desde Rocroy, 1643, donde
los tercios tuvieron que rendirse ante la armada francesa y las nuevas tácticas
de lucha, hasta la paz de Westfalia 1648, y la posterior de los Pirineos con
Francia 1659 y la precedente en la Isla de los Faisanes 1658 donde se confirma
la situación creada, en la que España, pobre y arruinada, debe intentar lamerse
sus heridas en algunos recuerdos que aún quedaban en Europa, como la
independencia de Portugal, la herida profunda de Cataluña y las tentativas
separatistas también de la nobleza andaluza. El mapa europeo que quedaba fue un
verdadero puzzle. Años más tarde los Borbones sucederán a los Austrias
modernizando la nación con el despotismo ilustrado a la francesa, desde el
iluminismo y la misma educación popular ilustrada y haciéndose con el trono de
España.
Don Cristóbal como todos los jóvenes de su edad, en Mérida, fueron
llamado a las armas, su reciente ordenación le situó como capellán de uno de
los tercios que combatían en tierras fronterizas con Portugal. De Flandes había
vuelto después de la derrota de Juan de Austria, el nombrado gobernador
Benavides en 1664, para asumir el mando en las luchas fronterizas con Portugal,
que también en la batalla de Ameixal, había sido humillado, Dicen de este
Benavides que era un buen soldado y estratega pero hacía poco caso a los
elementos secundarios, pero a veces muy importantes en los combates. La derrota
de Montes Claros fue una buena lección
para los castellanos y para el prestigio del general. Amargado y humillado
murió a los pocos años.
A Cristóbal que le tocó participar en estas batallas perdidas, sirvió a
las órdenes del marqués de Caracena.
Hay que estar con los soldados, tanto en los tiempos buenos como en los
malos, le dijo el capellán mayor, que se jugaban la piel en las batallas de
Campo Mayor, la toma de Villaviciosa o en derrota de Montes Claros o en
circunstancias menos venturosas.
Sabemos que el P. Cristóbal fue un cura de los buenos, acompañando a
aquellos soldados sin suerte, enfermos, heridos, abandonados a su suerte, a los
que el escucharles sus cuitas personales, sus males del alma y del cuerpo,
aquel curilla joven sabía ofrecerles el remedio para el alma y el cuerpo. Era
un soldado, pero un soldado sacerdote que nunca echaba en saco roto su
condición. Anota el P. Gil de Muro que en la guerra hay como una resignación
hacia lo que puede pasar: miedo en el alma y temblor hacia lo que puede ocurrirles
a aquellos desechos de humanidad, entre los que D. Cristóbal, de día y de noche
tenía que desgranar las horas.
Cuando le toco volver a casa, a la Mérida natal, un ejército roto y en
desbandada poco tienen que contar y menos los dos hermanos, también compañeros
de armas, la de presentarse en casa, quizá con algunos reales, dicen que once,
o maravedises de la paga, si algo había sobrevivido al concluir su enganche en
los Tercios y mandando algo a casa que, entre guerras y pobreza, imaginaba cómo
estaban pasándolo mal, o los peligros de
la retirada como el bombazo, que desmochando un árbol bajo el que se encontraba,
estaba tan cansado y medio enfermo que casi ni se enteró.
Entre otras cosas contaban, cómo viniendo enfermo, montado como Sancho en
un asno, más que nunca, con los pies arrastrando, el burro siguió otro sendero
del normal de los compañeros salvando su vida del acoso lusitano. Y el agua
encontrada que febricitante necesitaba…
“Admirado estoy de que Dios me haya puesto tan a la vista y cómo me ha defendido”.
A finales de 1665, Juan y Cristóbal estaban en Mérida, donde ya estaba participando en su
vida normal de clérigo. No tenía edad para contar batallitas, pero a través de
su experiencia se podía conocer que detrás estaba la mano del Señor.
Será el camino de la Providencia a hacerle conocer que le estaba
preparando caminos nuevos en medio de su vida de cura joven en busca de futuro,
y para echar una mano en casa. Se ha ido dando a conocer por su vida serena,
pastoral, honradez y capacidad de servicio. Y también por sus amistades que,
acaso lo llevaban por caminos de jóvenes.
Como Pablo, también tiene su experiencia: una noche salen de juerga y
resulta que el amigo es asesinado en una reyerta. Nunca desvelará el motivo y
la parte que pudo tener en él. El camino hacia la soledad y el desierto, el
encuentro con Dios solo en las ermitas de Córdoba va a ser su respuesta sin
reservarse nada en la oración ni en la penitencia de un “pobre pecador” en
aquel Desierto al que dio una nueva regla y patronos: S. Francisco y San Diego,
dentro de la Venerable Orden Tercera, de tanto arraigo en el mundo seglar de
aquellos siglos.
De los esplendores califales de
la Mezquita o Medina Azhara a las murallas con torres que encierran la miseria
más extrema
La Córdoba que, a principios de
siglo, en la pluma de Luis de Góngora y Argote (1561-Madrid 1627) que vivió la
crisis de la decadencia española económica, militar y política del llamado
Siglo de Oro se muestra en los primeros
tiempos del barroco andaluz, en la literatura espléndida y en el arte brillante :
“¡Oh excelso muro, de torres coronadas
De honor, de majestad, de gallardía!
¡Oh gran río, gran rey de Andalucía,
De arenas nobles, ya que no doradas.
¡Oh fértil llano, de sierras levantadas,
Que privilegia el cielo y dora el río!
¡Oh siempre gloriosa, patria mía
Si entre aquellas rüinas y despojos
Que enriquece Genil y Dauro baña,
Tu memoria no fue alimento mío.
Nunca merezcan mis ausentes ojos
Ver tu muro, tus torres, tu rio,
Tu llano y sierra. ¡oh patria, oh flor de España!
Cuando el P. Cristóbal de Santa
Catalina siente la llamada de acercarse a Córdoba, hombre religioso experimentado,
conocedor de la vivencia franciscana del Cristo crucificado imitando en todo a
nuestro Padre S. Francisco, que le mueve a darse todo a los pobres y a los
leprosos, condividiendo el amor al prójimo sin reservas, no es de extrañar que
la experiencia cordobesa de la situación social, moral, de abandono de los
pobres, que en sus bajadas, cargada sus espaldas de picón para ofrecer un poco
de alivio en los inviernos rígidos y las casas desangeladas, le moviera a darse
totalmente a aquella llamada.
Consultando a sus superiores, con
mucha oración, dejando a un lado la primera etapa de su largo camino,
conociendo el centro de acogida de aquel hospital, él llamara a sus puertas para echar una mano y hacerse uno entre los
muchos cordobeses que dedicaban fuerzas y dinero, hasta influencias para hacer
que las cofradías o hermandades fueron algo más que procesiones, celebraciones y
encuentros.
Un hombre como él, con fama de
buena persona, caritativo con todos, de santo: esportilla y rosario en mano,
tenía que ser objeto de admiración y suspicacia por las gentes de Iglesia,
comenzando por el obispo preocupado por estas instituciones que podían
escapársele de la jurisdicción diocesana, y no se le ocurre mejor modo que
reducir al estado secular al P. Cristóbal. Hijo de obediencia ha debido sufrir,
pero por otra parte su situación al frente del Hospital adquiría un camino,
respetable, porque no faltaron críticas y malas lenguas a este instituto de
hermanos y hermanas, hasta que las aguas se fueron calmando.
“Este Instituto es la caridad”, hospital de mujeres impedidas e
incurables y niñas enfermas, un primer paso que, después la caridad del P. Cristóbal,
irá abriendo puertas grandes y pequeñas, patios, salas, dormitorios, capilla,
iglesia y todo un largo etc. para dar cobijo a todo el mundo.
Como recoge una presentación
hecha por las Hermanas Hospitalarias del siglo XXI:
“La tarea asistencial con las
mujeres como la que realiza a favor de los niños, ha que situarla así:
respuesta las necesidades de los pobres…La Obra del P. Cristóbal está dirigida
a las personas más en precariedad.
Lo que sí es cierto también, que
no solo cuida de las necesidades de salud, alimentación, sino que atiende también
y con mucho esmero con la delicadeza en el trato, escuchar y la vida
espiritual. “Solía regar las camas con jazmines”… Daba de comer con sus propias
manos a los que postrados por la enfermedad estaban desganados…
En lo que se refiere a la
infancia, acoge niños y niñas dándoles alimento y enseñanza. Y lo hace para que
sus padres puedan salir a trabajar y ganarse el sustento. Una guardería de las
de hoy. En aquellos tiempos no se acogía a los niños pequeños cono fura por
motivos de salud.
La enseñanza se hacía en el
patio, entre juegos y cantos, lo que les valió recibir duras críticas pues los
métodos de enseñanza rígidos y severos. La vara y el sopapo eran de ordinaria
administración en las clases infantiles y numerosas. Se recuerda al Hº San Francisco como educador de niños
expósitos del Hospital”.
Recogiendo notas de su historia
podemos ver que los ojos y el corazón del P. Cristóbal no estaban ahumados ni
en tinieblas, calles ofrecían sus dones:
Prostitutas, que lo eran por pura
necesidad. Las saca dándoles vivienda y cuidando sus hijos, dándoles la
posibilidad de buscar trabajo sin dejar a los niños abandonados
Viudas que quedaban abandonas a
su suerte. Jóvenes sin dote y sin futuro.
Monjas de clausura que pasan
necesidad, hambre. Clérigos con pocos bienes para poder vivir.
Enfermos de otros hospitales. En
sus casas, que lo llamaban para remedio de cuerpo y alma. Peregrinos. Pobres de
cualquier tipo. Pedía también comida para llevar a enfermos a su casa.
Iba a casa de los pobres, que se
hallaban” comidos de podredumbre, aborrecidos de todos y de su misma familia, olvidados.
Base y fundamento de su caridad:”Procuraba saber su necesidad porque ella es
el mejor padrino”.
En el nombramiento del Capellán no
intervino, menos mal, el Obispo, todo estaba reglado desde la fundación de la
Cofradía y el Hospital, que le hicieron saber:
“Su Paternidad deberá cuidar del
Hospital y de los pobres. Administrar las limosnas que le dé la Cofradía, para
el sustento no solo de los enfermos sino también de todo el personal del
Hospital. Deberá atender también a los internados y a los cofrades y a los
hospitaleros, llevar puntualmente las listas de las entradas de los enfermos y
salvaguardar la jurisdicción episcopal sobre el Hospital mediante el derecho de
visita y fiscalización de las cuentas”.
Cristóbal se dio por enterado, y
con ello cerró de golpe su experiencia
en el Desierto del Bañuelo en la Sierra de Córdoba y se puso a caminar,
empujado por la caridad a buscar a Cristo entre los pobres, crucificado, fuera
y dentro de la ciudad.
Concluyo estas breves líneas, con
otras más sucintas, escritas
sobre mármol y colocadas en la
primera sepultura, después del traslado de sus restos a la iglesia (¿1694?) y
en algunas partes deteriorada:
“Para perpetua memoria / bajo de
esta lápida está la bo /veda donde estuvo depositado /el cuerpo del venerable
siervo de Dios Cristobal / de Santa Catalina presbítero secular /fundador de la
hospitalidad de po /bres y Congregación de Hermanos / e Hijas de Jesús Nazareno / desde el 25 de
Julio de 1690 hasta el 21 de setiembre /1694 en que se manifesto para su
traslación /q. se ejecutó el 27 de sp./ de 1694 haviendose colocado/ en bovedas
y cajas de plomo y ensina con lapida y epitafio en el presbiterio de la Yglesia
de este hospital por el Emmo Sr, Cardenal /Salazar obispo de Cordova asistido
por el Illmo. Sr. Obispo de Baruto y del /R.P. P. F. Franco Posadas y muchos señores de la Santa Yglesia
de que dieron testi /monio los SS. D. Gabriel de Bena/ vente y D. Berdo. Blzqz.
Notº Apº/ que se iincluyo en la caxa
hasª/ta q. la Sª Sede apcª. mande dar/ culto como lo merezen sus virtudes
heroias (sic) y los milagros a honrra/ y
gloria de Dios admi/rable en sus sierbos /Amen”
Nota: En el caso de ser publicado este
escrito, es mejor reproducir también el original. Nota del autor.
P.
E. J. Martínez de Alegría s.c.j. Postulador de la Causa
Roma,
16.02.2012
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