miércoles, 9 de septiembre de 2009 | |

6. Una fosa profundamente escarpada


Si un niño de seis años cava un hoyo estrecho, de un palmo de profundidad, puede ver bien el fondo. Si es de dos palmos, el fondo es ya sombreado, oscuro y, si puesto en pie mira hacia abajo, puede pensar: «Si esto fuera cada vez más hondo, más hondo, más hondo... ¿a dónde iría?» Y como desconoce la forma esférica de la tierra le resulta tan incomprensible y pavoroso como para uno de nosotros preguntarse qué sucede detrás de la vía láctea o en las lejanas nebulosas estelares.
Leí una vez en un sabio que las cosas se adentran en el alma humana por estratos. En Dios no puede darse esto. En Él todo es igual. Pero cuando un hombre va hacia Dios le ocurre algo semejante a lo que ocurre con el alma. La capa más externa de Dios es la Omnipotencia. Después viene la Prudencia. Más profunda la Sabiduría. Más allá, la Benevolencia de Dios para con nosotros. Después el Amor como lo entienden generalmente los hombres. Y luego, algo insondable. Lo más profundo y real de Dios y de lo cual vamos a hablar.
Quizás hayáis pensado por qué era la historia tan triste en los capítulos anteriores, porque ciertamente es estéril y desesperada. Los hombres querían vencer la Omnipotencia de Dios, sobrepujar su Prudencia con el Pecado. Olvidaron su Sabiduría, perdieron su Benevolencia, le echaron en cara su Amor y se hicieron «gente rebelde».
Los hombres necesitaban de Dios y Dios los había maldecido. Por sí mismos no podían volver a hacer nada bueno porque un hombre no es nada ante Dios. Por eso la historia había terminado para siempre. Pero en Dios sucede algo más profundo en la ardiente altura de su Deidad donde nosotros no somos a sus ojos más que negros y vertiginosos espíritus. Allí habita lo más divino de Dios, lo más incomprensible para nosotros los hombres: su amor.
Hemos de pensar que Dios no permite que los planes hechos respecto del hombre se le estropeen, pero a ningún hombre se le ocurrió pensar que Él venciera la maldad y perversidad humanas de un modo tan sin medida, tan a lo divino, tan nuevamente creador.
Muchos cuando oyen esto y miden con sus medidas humanas, dicen que es una tontería y se enojan, pues no tienen fe.
Creíamos que Dios había hecho bastante con los hombres. Los dejó seguir viviendo y deshizo la separación que ellos habían causado. Creíamos que Dios estaba enojado con ellos y buscaba su castigo. Oíamos que Dios buscaba al hombre, que era para nosotros como la indignidad y el olvido. Pero Dios hizo un nuevo plan. Sobrepujó la malicia del hombre con su divinidad. Y lo hizo así: Los hombres debían aprender a amar de nuevo, empezar a tener nostalgia de Dios y de su vida; y ¿qué hizo Dios con ellos? Mientras estaban en disputas, pecando, enfrentados con Él, les vino con su amor por la espalda. Les regaló las mejores armas contra su propia justicia, que ya sería impotente. Reveló su Trinidad Santa Dio a los hombres su Hijo como hermano, con lo cual tomó partido a favor de ellos. Y permitió que Él, Hijo de Dios y Hombre, realizara la obra expiatoria y redentora. De este modo, la audacia de su amor salvó el abismo existente entre Dios y el hombre: el pecado.
Pues cuando Dios consideró lo que hizo a sus ojos un hombre en quien veía su imagen y divinidad ya habían ocurrido muchos pecados, satisfacción y amor. Lo suficiente para el Dios santo.
Y de esta forma se desarmó a sí mismo en aquel que había creado como reflejo suyo, siendo esto causa de la total expiación, pues sabía Dios que solamente su propio amor y misericordia eran capaces de volver a vencer al hombre y sobrepujar su maldad.
No voy a decir aquí cómo transcurrió la vida del Hijo de Dios encarnado. Pues si se oye lo que hicieron los hombres con Él y cómo lo hicieron, se avergüenza uno de ser hombre. En resumen: El Hijo de Dios pendió clavado en el madero de la afrenta. Allí ofreció en las manos del Padre su sacrificio de obediencia y su vida corporal, y, mientras la maldad de los hombres le quitaba su vida humana, sobre Él pendía una inconmensurable fuente de gracia y vida divina, que era su propiedad, la propiedad de un hombre. Dios envainó las armas de su Justicia. La salvación estaba hecha. Otra vez en la tierra oscura y pecadora un hombre poseía la vida divina y la pre­paraba para todos los demás.

La misericordia de Dios

Klemens Tilmann, Das schönste was es gibt 6

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