viernes, 4 de noviembre de 2011 | |

Domingo XXXII


Domingo 32 ordinario: VELAD PORQUE NO SABEIS NI EL DIA NI LA HORA

“La Gracia es cosa de dos”, solía yo decirles a mis alumnos de teología. La Gracia acontece cuando Dios y el hombre entran en comunión por una relación de amistad. Debe quedar claro que entre las partes no se da una igualdad entitativa. Dios siempre tiene la iniciativa y además es el que posibilita mi realidad y por tanto mi respuesta. Pero Dios espera mi respuesta. Toda la historia de la Salvación es una aventura donde Dios sale permanentemente a la búsqueda del hombre y donde el hombre, tantas veces, se hace reticente y hasta se esconde para no ser encontrado. Dios tratará de encontrarlo, de acosarlo y hasta de empujarlo o llevarlo de la mano para que vaya con Él hacia la casa definitiva. Este es el gran misterio de Amor de Dios. Y de esto hablan las lecturas de hoy, fijándose sobre todo en la realidad hombre, en nosotros que estamos en el campo de acción del Amor de Dios y que tantas veces nos hacemos los remolones, nos despistamos y nos justificamos.

La primera lectura (Sabiduría 6, 12-16) nos dice que la Sabiduría (personificación de Dios mismo) es como el sol. Está ahí. Es para todos. Lo puede encontrar quien lo busque. Basta con salir a la puerta de la casa y ponerse bajo su acción. No hace falta conquistarlo. Él se nos da de gratis. Pero por lo menos hay que buscarlo, hay que salir de la caverna, hay que dejarse embriagar por su luz y su calor. De esa forma nos puede invadir, caldear, revitalizar, iluminar y si nos quedamos mucho al sol hasta nos iguala a él. Nos quema y hace que ardamos. (No hace falta que lo intentéis, pero si se trata de Dios, no tengáis miedo que arda en vosotros su amor).

La segunda lectura (1 Tesalonicenses 4, 13-17) nos habla de otro encuentro, del encuentro con el Señor Jesús que viene para llevarnos con Él. La lectura habla de la muerte, pero no como preocupación de la comunidad. Lo que preocupa a la comunidad es el retraso de la “segunda venida del Señor”, de su venida en gloria. Esperaban ansiosamente este encuentro con el Señor, y la muerte de algunos de ellos les parecía que truncaba esta esperanza y este encuentro con el Señor. Por eso Pablo les dice que no se preocupen porque todos llegaremos a ese encuentro con el Señor, que viene a buscarnos para llevarnos con Él a la casa del Padre. (Repite la imagen del novio que viene para llevarse en el cortejo a la novia hacia su casa). Los que han muerto RESUCITARAN. Esta es la convicción de Pablo. La muerte no es un obstáculo. Es un paso, un trámite; pero no es lo definitivo ni mucho menos.

El evangelio (Mateo 25, 1-13) es la culminación de su discurso escatológico (mirada al final de la historia) que nos introduce en los albores del tiempo de adviento. Escuchamos una parábola que pretende tan solo decirnos que “velemos, porque no sabemos ni el día ni la hora”.  Jesús lanza nuestra mirada al futuro último que es el encuentro con Él para entrar de lleno en la Vida de Dios. El día y la hora no nos han de angustiar; es más será un día de liberación y de triunfo; pero ese día debe ser trabajado y preparado cada día. No nos podemos dormir ni entretener con cosas que nos despisten; hemos de tener “ojo avizor” para encontrar cada día las presencias o venidas “menores” de ese “Señor que viene y que vendrá”. Las vírgenes, que la parábola llama “prudentes”, habría que llamarlas “avispadas”, “vivas”, perspicaces o hasta “picaras”, porque saben aprovechar sus posibilidades. Su prudencia no es mojigata sino activa y despierta. Ante el Reino de Dios que vendrá, nuestra actitud debe tener toda esa vitalidad y debemos ser infatigables; no venirnos a bajo porque las cosas no salen o porque parece que nunca llega ese Reino esperado, e incluso nos puede parecer que cada vez está más lejos. No podemos perder la esperanza y una esperanza activa.

¿Qué es el aceite? No pretendo buscar alegorías, porque la parábola no lo pretende. Pero hay una frase que me llama la atención. Es el diálogo de Jesús con las vírgenes imprudentes. Ellas dicen: “Señor, Señor, ábrenos”. Respuesta: “Os aseguro, que no os conozco”.  El “Señor, Señor” nos retrotrae al sermón del monte donde San Mateo en 7, 21 dice: “No todo el que dice “Señor, Señor” entrará en el reino de los cielos, sino aquel que hace la voluntad del Padre que está en los cielos. Tenemos que la clave está en las Bienaventuranzas. Ese es el aceite. En todo momento querer hacer la voluntad del Padre. Y esto no puede dejarse para mañana; no es una tarea secundaria o para un determinado tiempo; sino que es siempre, cada día, en todo momento. Esta es la “tensión” que hemos de mantener a lo largo de todo nuestro discipulado, de toda nuestra vida, en el seguimiento de Jesús. Entrar en comunión con Jesús es vivir desde su mismo espíritu y en comunión de Espíritu. El capítulo 25 que hoy empezamos culminará con aquello de “tuve hambre y me disteis de comer”. Ahí está el aceite que ilumina, quema y se gasta. Ahí está la vida cristiana. Por ahí pasa el Reino de Dios. Estar atentos, vigilantes de que el Señor venga (viene) vestido de harapos, o esté caído en la vereda y no nos demos cuenta de que es él porque estamos ocupados en otras cosas.

Última nota. El aceite es intransferible. Cada uno de nosotros hemos de tomar la responsabilidad de nuestra vida y decir AMEN a la voluntad de Dios. Nadie lo puede hacer por mí. Es mi opción personal que solo yo puedo tomar. Podemos y debemos caminar juntos, ser solidarios, etc, etc,; pero hay cosas que no puede hacer uno por otro. La opción por Dios, el dejar que Dios entre en mi vida es algo que solo yo puedo hacer. Solo yo puedo abrir mis compuertas para que Dios me inunde; solo yo puedo salir de mi caverna para que el sol me ilumine.

Gonzalo Arnaiz, scj

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