¡
QUÉ SEAS FELIZ !
Me encontré con un viejo conocido.
Nos saludamos y recordamos pasadas anécdotas, momentos alegres y jocosos y
otros que no lo fueron tanto. Me hizo una pregunta y a raíz de ella se entablo
la siguiente conversación:
- ¿Aún empleas aquella frase para despedirte de
la gente?
- Para eso empleo más de una frase. ¿A cuál te
refieres?
- ¡Hombre! A aquella que hiciste famosa y que
nos causaba cierto regusto.
- Explícate más.
- Si hombre. Una vez que habías salido del
despacho y acompañabas al cliente hasta la puerta, te despedías de él diciéndole:
"¡Qué seas feliz!"
- Ya; recuerdo perfectamente. Aún hoy en día la
sigo empleando. Pero, ¿por qué os
llamaba tanto la atención?
- Comprenderás que no es nada común. La mayoría
de la gente no se despide así
- Todo está en función de lo que tú y los
compañeros entendierais por ser feliz.
- Lo que entiende toda la gente. Se es feliz
cuando las cosas te salen bien, cuando te sientes amado por tu mujer y tus
hijos. Cuando los amigos no te fallan. Cuando en el trabajo eres respetado y se
te considera. En fin, todas esas cosas tan sabidas.
- Entonces, ahora comprendo que os hiciera
tanta gracia. Desde luego, que cuando la pronunciaba no era esa mi intención.
Lo decía con otra finalidad. Tenía un motivo mucho más importante.
- ¿Más importante que todo lo que te he
referido?
- Mucho más.
- Y cual es si puede saberse?
- Para mí la felicidad es otra cosa. Todas y
muchas más de las que has enumerado, son la consecuencia y no la causa de ella.
La verdadera felicidad para mí y para muchos más, es haberse encontrado
con una persona, con Jesucristo. Eso es
lo más importante que a una persona le puede suceder. El mayor y principal
acontecimiento de su historia. Tanto es así, que de él se desprende todo lo
demás. Todo es consecuencia de él. Por eso, al desear a una persona que sea
feliz, es lo mismo que desearle que se encuentre con Jesucristo.
- Me dejas perplejo. Desconocía ésta tu faceta.
Ignoraba por completo, y no podía nunca imaginar que la expresión de despedida obedeciese
a ese criterio. No la catalogaba, ni mucho menos, como un deseo de esa altura.
Te confesaré que soy creyente, aunque bien es verdad que no practicante. Creo
en Dios, pero no en la Iglesia. Tengo mis propias reglas de conducta, y no creo
hacer daño a nadie. Soy feliz a mi manera, pero te confieso que no del todo. Te
diré más: hasta el día de hoy no me he encontrado con Jesucristo. Quizás es que no lo haya buscado.
- Perdóname, es Jesucristo quien te busca a ti.
Otra cosa es que tú no le hayas hecho caso; que haya pasado por tu vida
desapercibido.
- Es posible. Más bien, cierto.
- ¿ Comprendes ahora el porqué de mi deseo ?
- A tí te veo feliz.
- Esa felicidad que tu encuentras en mi te
la deseo para ti. El mejor y más sublime
deseo que pueda querer para ti. No lo dudes. No hay otro igual.
Nos despedimos no sin antes observar
en él una actitud receptiva. Además, y de ello no me cabe la menor duda,
recordará siempre esta conversación. Su semblante lo denotaba.
Yo proseguí la marcha pero en mi
interior iba rumiando y analizando todo lo que había sucedido, y de la forma en
que lo había sido.
Saqué algunas conclusiones, que
quiero compartir con aquello que me leen.
Mis palabras no me costaron ningún
esfuerzo encontrarlas. Se cumple lo que Dios le dijo a Moisés y referidas
también a su hermano Aarón: "Yo estaré en tu boca y en la suya" (Ex
4,15)
Vale la pena intentar, cuando la
cosa se presta para ello, comunicar la experiencia personal que supone haberse
encontrado con Jesucristo. Aquel que la recibe, si no la rechaza, no la
olvidará. Y si la rechaza, es posible que tampoco. Además, en algún momento de
su vida, puede que le resulte provechosa, se acuerde de ella, y levante los
ojos al cielo pidiendo y esperando de Él auxilio.
Por el semblante que observe en él,
denoté un especial agradecimiento. La gente agradece que le hables de Dios con
honradez, sin tapujos, con vivencias y sin altanerías, humildemente. Lo que la
gente nunca entenderá es no ver coherencia entre lo que se dice y lo que se
hace.
La fe que es un don de Dios, es
transmitida de generación en generación desde el principio. ¿Y, cómo se
transmite? La Escritura nos lo aclara: "Dios quiso salvar a los creyentes
mediante la necedad de la predicación" (12 Cor 1,20)
Hablar de Dios no es una necedad, es una necesidad del que se ha encontrado con él.
Fco. Javier Burguera Sarró
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