viernes, 16 de marzo de 2012 | |


LA  CEGUERA  DEL HOMBRE

            La religión cristiana ocupó desde muy antiguo un lugar central en la historia de Occidente. En España, el apóstol Santiago, según la tradición, llega en el año 33 d.C. para cristianizarla. El emperador Constantino por medio del Edicto de Milán en 313, autoriza el culto cristiano. El mismo emperador, doce años más tarde, en el año 325, convoca el Concilio de Nicea en el que el paganismo oficial romano es sustituido por el cristianismo. En Europa, a los países eslavos, Yugoeslavia, Checoslovaquia, Bulgaria Serbia, Croacia, etc. llegaron a finales del s. IX los hermanos San Cirilo, monje, y San Metodio, Obispo, oriundos de Salónica, en Grecia, que dominaban la lengua eslava, para afianzar un cristianismo aún incipiente. San Cirilo tradujo del latín a la lengua eslava los cuatro Evangelios y demás libros de culto. Bajo la dirección de San Metodio fueron traducidos también a la lengua eslava los libros del Viejo y del Nuevo Testamento.
            Dios estuvo siempre presente en nuestra sociedad. Esa es sucintamente nuestra historia. y no aceptarla o lo que es peor, negarla, es sencillamente negar lo evidente. Podrá a algunos gustar más o menos, pero es la que es. Y todo aquello que es evidente no admite discusión alguna.
            A raíz de la separación que se dio en Francia entre la Iglesia y el Estado a finales del siglo XIX, la sociedad ha ido experimentando paulatinamente pero sin tregua, una secularización constante que ha llevado al laicismo, queriendo hacer civil lo que era eclesiástico. Sin ir más lejos, hemos visto como en España algunos sacramentos de la Iglesia se han convertido en ceremonias civiles, dejando de un lado su aspecto sagrado y transformándolo en profano.
          Los que defienden el laicismo se amparan en la falsa idea del progreso. No entienden, o mejor, no quieren entender, que el hombre es más persona y se realiza mucho mejor como tal, en la medida que se siente miembro de una familia numerosísima, la de los hijos de Dios, la de aquellos que tienen un mismo Padre.

             Querer apartar a Dios del hombre y de la sociedad lleva, quiérase que no, a la destrucción y desaparición de los pueblos. Y esta idea que algunos achacan a una mente anclada en el pasado, poco objetiva y algo interesada, no lo es, es una falacia. Este pensamiento y afirmación se basa en hechos acaecidos hace muchísimos años y relatados en la Escritura, que han sido contrastados por métodos científicos, históricos, y arqueológicos. Me refiero al incendio y destrucción de las ciudades de Sodoma y Gomorra, relatados en la Biblia (Gn 19,24-25)

            Aquellas gentes no temían al Señor. Desconocían que "del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes; Él la fundó sobre los mares, Él la afianzo sobre los ríos" (Sal 24,1-2) Todo, absolutamente todo cuanto existe es del Señor. El hombre sólo es un simple administrador. En otro lugar de la Escritura se dice: "Sabed que el Señor es Dios, que Él nos hizo y somos suyos" (Sal 99,3)

            Entonces como ahora se cuestiona por algunos la existencia de Dios. A algunos hombres que nacen orgullosos y muere de la misma manera, como sucede con todo mortal, les cuesta admitir no solamente la idea sino la existencia de un Ser superior. Alegan que su razón no se lo permite, pues al Dios de los cristianos nadie lo ha visto jamás.

            Y aunque la razón no está reñida con la fe, pues por ella puede el hombre llegar perfectamente al conocimiento de Dios, como en repetidas ocasiones han afirmado los Papas, no es el único camino que nos conduce a ello.

            Basta contemplar la naturaleza para encontrar a Dios o si se quiere, a un Ser superior, creador de todo ello. Y los que proclaman y defienden el laicismo deben de tener los ojos tapados, impidiéndoles por ello descubrir a Dios. Es necesario que tanto ellos como nosotros, los que creemos, nos quitemos muchas veces la venda de los ojos. para que al contemplar el bello cuadro de la naturaleza caigamos en la cuenta que Dios es la Verdad, la Bondad, la Belleza, la Sabiduría el Amor; el Ser que es por Sí mismo, sin comienzo ni término, creador de todo cuanto existe.

            Llegar a ello es realmente un don de Dios. Y más todavía si esa contemplación nos llena el corazón de agradecimiento a su Creador.

            Así y todo, los que así lo aprecian, piensan en muchas ocasiones, que "están mis ojos cansados de tanto ver luz sin ver; por la oscuridad del mundo voy como un ciego que ve" (Himno de Laudes martes 2 T.O.)

            A propósito de la naturaleza, personas de diferente condición han dejado escrito: "La naturaleza es la mejor maestra de la verdad" (San Ambrosio) "Hay un libro abierto siempre para todo los ojos: la naturaleza" (Jean-Jacques Rousseau) "Produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla, mientras que el género humano no escucha" (Víctor Hugo)

            En uno de los sermones de San Gregorio Naciaceno encontramos el siguiente texto: "¿De quién procede el don de que puedas contemplar la belleza del cielo, el curso del sol, la órbita de la luna, la muchedumbre de los astros y la armonía y el orden que resuenan en todas estas cosas, como en una lira?. ¿Quién te ha dado la lluvia, la agricultura, los alimentos, las artes, las casas, las leyes, la sociedad, así como la amistad y familiaridad con aquellos con quienes te une un verdadero parentesco?. ¿Quién te ha constituido dueño y señor  de todas las cosas que hay en la tierra?. ¿Acaso no ha sido Dios?

            Una mente sincera y un corazón agradecido es lo que se necesita para reconocerlo.

            Y ese reconocimiento no es propio de otros tiempos, de otras latitudes o de otras circunstancias. Ha sido siempre así. El hombre está hecho para Dios y no descansará hasta llegar a Él. Dios es nuestro verdadero descanso. Por eso, Dios llama a los hombres y se hace el encontradizo con ellos de distintas maneras, y una de ellas puede ser la mera contemplación de la naturaleza. Necesitamos tener los ojos bien abiertos.

            Fco. Javier Burguera Sarró    

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