sábado, 16 de enero de 2010 | |

I

FIN DEL VERANO DE 1989

1. Atardecer

El sol acaba de hundirse. Con él se va yendo de a poco la luz del atardecer de un día de viento sur.
Anoche llovió fuerte y hoy el nublado se fue abo­rregando, camino del norte, dejando de vez en cuando un trozo azul de cielo que se convierte en charco de luz sobre los pastos.
Ahora el cielo está prácticamente despejado y un cuarto de luna en preñez está ya a medio camino en la noche que empieza.
Los teros[1] se pasan el alerta de un punto a otro de los campos en sombra. Cuando la visión se achica, la palabra se agranda en intensidad y se concentra en contenido hasta hacerse mensaje, consigna, anuncio.
Lo cierto es que en este paso entre el día y la noche, la visión se reduce casi exclusivamente al cie­lo. La tierra está en sombras. De ella sólo nos llegan las voces de alerta. Presencias vivas que han quedado reducidas a mensajes. Lejano, palpita un tractor que está arando un potrero[2] apartado. De vez en cuando, al girar sobre sí mismo en la punta de la melga[3] sus ojos de luz brillan por un instante en la línea del horizonte, como si una estrella se hubiera detenido sobre los pastos. En la ruta distante, los autos y ca­miones han comprimido su presencia a un simple con­junto de puntos luminosos que parecen trasladarse lentamente en correcta fila.
He venido a la ermita por tres días para prepararme a las exigencias y celebraciones de la semana santa. Necesito la soledad como punto de apoyo para la intensa comunión de los días próximos. Tal vez diría que necesito encontrarme con Dios a fin de no de­fraudar a mis hermanos.
Esta tarde leí lentamente el evangelio de san Juan hasta llegar al lavatorio de los pies. Celebré enseguida la misa en soledad, antes de cenar, viendo caer el sol por detrás de una fila de eucaliptos lejanos.
El viento se ha detenido también en alguna parte. Algo está por pasar. Se lo presiente con la intensidad que genera esta espera. Tal vez sea simplemente el paso del día a la noche.
No se trata de una ruptura, sino de una transición. Y sin embargo algo muere y algo nace dentro de una realidad que permanece. Muchas cosas serán total­mente distintas. Ciertos sentidos perderán su objeto, y otros comenzarán a tener toda su importancia. Diría que todo lo vivido durante el día nos ha ido preparando para participar en plenitud de esto que ahora empieza. Para quien no ha vivido el día, no existe la noche. Es la partida de la luz del sol la que nos entrega la visión de las estrellas. Sin recuerdo no hay esperanza. La ansiedad es simplemente el revés de la nostalgia. Quizá por eso, la pregunta sobre el futuro no sea:
—¿Habrá vida en el más allá? Por el momento la única verdadera pregunta respecto al futuro es:
—¿Hay vida en el ahora? Esto que vivo ¿vale la pena? ¿Es verdadera vida?
Al que ha vivido intensamente el día, la noche lo encuentra lleno de luz. Y en ella, de todos los re­cuerdos, que ya no están más como objetos fuera de uno mismo, sino que se los trae formando parte del propio ser. Nos llevamos noche adentro todo lo que hemos dado y amado en el día. Sólo se nos arrebatan las cosas a las que nos apegamos y no queremos entregar.


2. Bettina

He venido a la ermita dejando todo. A propósito no he traído ningún libro. Me bastará para estos días con el evangelio de san Juan en un pequeño y desarmado ejemplar que hay aquí.
Y sin embargo, en este atardecer me siento profundamente unido a dos amigos a quienes visité ayer en la clínica.
Uno es Olegario Linares, viviendo la agonía terminal de su cáncer.
El otro es Bettina, una joven embarazada a quien ya se le ha cumplido su tiempo de espera, con un parto que se retrasa.
Muy de veras me acompaña este misterio. El de los dos. Y no quiero espantarlo. Se parece tanto a este crepúsculo entre el día y la noche, entre el sol que se despide y la luna en creciente que irá trepando la noche…
El año pasado preparé a Bettina y a su novio para el casamiento. Allí hablamos de la vida. Había que entregar lo propio, dejando que muriera lo individual, para llegar a ser plenamente uno mismo al compartirlo con el otro. De la entrega de la vida nacería la vida.
Y ahora, la luna llena de su vientre maternal en­cierra una vida que está llegando al ineludible paso hacia la luz. La imagen de esta joven embarazada caminando lentamente por el pasillo superior, por en­tre las piezas[4] donde se sufre, se nace y se agoniza, me parece tan similar a lo que estoy viviendo en esta soledad... También aquí algo agoniza y algo busca nacer. Es un paso. Y sin embargo es también la muerte de un día.
El pequeño que está en el seno de Betuna presiente que algo va a terminar. Durante nueve meses fue creciendo para la vida. Su cuerpito se fue formando, miembro a miembro, sangre a sangre, en una íntima comunión de la que recibió todo lo que colmaba sus necesidades y constituía su mundo. Y ahora constata que esos lazos se van deshaciendo uno a uno. Pre­siente una ruptura. Nada sabe aún del mundo que lo espera más allá de los límites del seno materno.
¡Si supiera la alegría con que se lo espera! ¡La ansiedad por su tardanza! ¡Los temores que se disi­parán con su llegada! Pero todo eso es aún para él un mundo misterioso y desconocido. A pesar de que está en medio de ese mundo familiar, él nada sabe. Su ojo no vio, su oído no oyó, ni aún subió a su pequeño corazón todo lo que se tiene preparado para los que se ama.
Por el momento su experiencia se estrecha en el presentimiento de un final. A la angustia de una par­tida. Las contracciones de este mundo que habita y que ya parece no poder retenerlo le preanuncian que tendrá que abandonarlo. Y con él tendrá que abandonar todas sus seguridades. Allí no había hambre, ni sed, ni clases sociales, ni obligaciones, ni envidias. ¡Si hasta el oxígeno le era entregado, sin necesidad de respirarlo! Y todo esto sucede ahora: ¡justo cuando estaba llegando a la plenitud!

M. Menapace, El paso y la espera, 1-2
[1]. Ave que rarísimamente anda en bandadas. Cada yunta, o casal, tiene una especie de territorio, que defiende de todo intruso. Pero son solidarios en ayudarse a espantar las aves rapaces que consideran enemigas.

[2] . Parcela de campo cercada de alambrado para el pastaje del ganado o bien para sembrar dentro de su perímetro.

[3] . Faja de terreno.

[4] Habitaciones.

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