lunes, 20 de septiembre de 2010 | |

Cómo aprendo a barrer

Agustí Altisent *

Entré en el monasterio hace cuarenta años. Les juro que hasta entonces no había tocado una escoba como no fuera para ponerla del revés a fin de ahuyentar de casa algún vi­sitante pelmazo. Una vez en Poblet, durante el noviciado, barríamos bastante, la verdad. Después de la profesión y hasta el presente (salvo breves estados de excepción en vísperas de grandes fiestas, que piden un mayor heroísmo) limpiamos cada sábado distribuyéndonos el monasterio por partes; poca cosa.
Nunca he sido un entusiasta de la escoba, pero ha habido épocas en que este ejercicio me ha resultado especialmente in­grato; ahora voy aprendiendo a tomarlo como ejercicio de as­cética mezclado de yoga mental. Se lo explicaré por si les sirve para otra cualquiera actividad enojosa.
Cuando uno es novicio tiene mucha «marcha», barre lo que sea, porque no tiene ocupaciones humanamente gratificantes, vive exclusivamente en el mundo elevado, profundo y sencillo de la vida espiritual y tiene siempre presente aquello de «si te alquilan para una milla haz con ellos tres». Luego vienen los estudios eclesiásticos y uno descubre campos apasionantes y lee con fruición; yo, además, volví a mis antiguas lecturas literarias; después vino el dar clase, hacer nuevos estudios y emprender trabajos de investigación histórica. En estas circunstancias, la barrienda semanal se me hizo francamente desagradable; era una actividad negativa, pura transición, un ejercicio-puente, nada más. Había que pasar deprisa el puente para volver a la tierra firme. Consecuencia: barría nerviosamente para quitarme aque­llo de delante.
Pero poco a poco ciertas lecturas formaron en mí un sis­tema coherente de ideas. San Agustín había dicho: «Haz lo que haces» (mi madre le citaba sin saberlo: «Estigues pel que fas»). Teresita de Lisieux dejó escrito: «Yo sólo sufro de instante en instante. Es porque uno piensa en el pasado y en el futuro por lo que se desanima y desespera». Y, en sus Carnets intimes, Maurice Blondel anotó: «Es preciso que el pensamiento de lo que tendremos que hacer no nos estorbe de hacer lo que hacemos en el momento presente, en la hora que nos ha sido dada. Esta es la última conquista de la pobreza espiritual: calmar la imaginación hasta el punto de no tener ninguna inquietud, ninguna precipitación, ninguna turbación; hacer lo que podamos en cada minuto y nada más, pero tam­bién nada menos; residir ya como en la eternidad poseída. Si hiciéramos esto ¡cuánto tiempo ganaríamos y cuántas fatigas esterilizantes nos ahorraríamos!». Y el doctor Chauchard dice: «La anticipación es lo que mata».
La regla de oro, pues, podría se ésta: «Hay que dar a cada cosa que se hace, por ínfima que sea, un valor de infinito, y hacerlas todas tan atenta y relajadamente que uno se posea a cada momento y tenga la calma de lo eterno». En la práctica, supongo que hay que prestar tan amorosa atención al hecho de barrer o de lavarse los dientes como al de dar una conferencia, recibir una distinción honorífica o formar una multinacional. No todo es igual, pero todo es igualmente maravilloso si se hace con cariño, si se le presta morosa atención; si se hace algo nerviosamente es porque lo despreciamos y pensamos sólo en lo siguiente: y por el desprecio alejamos de nosotros muchas maravillosas cosas. No todo es igual, pero sí lo es en lo que a posesión de nosotros mismos se refiere. Decirlo es fácil; ha­cerlo...
Yo tengo que estar frecuentemente recobrándome para re­componer mi unidad, porque, cuando lo que hago no es absor­bente, mi imaginación salta a cada paso por la ventana y se da un paseo por los espacios interplanetarios. Y, con todo, persiste la norma: vivirlo todo con calma contemplativa, con la atención cuidadosa y amorosamente puesta en lo que se hace; entre otras muchas, esto tiene la ventaja de que uno no descansa solamente cuando deja su actividad, sino que, en cierto grado, descansa siempre; no se agota y, al dosificarse, lo hace todo con gozo y lucidez.

Escribo esto en sábado. He colaborado en la barrienda del gran dormitorio, el sobreclaustro y la pequeña sala situada sobre el atrio; a quitar el polvo de éstas y otras salas más y a distribuir las bolsas de ropa limpia. Al barrer, he procurado fijarme bien en las baldosas, en cómo mover la escoba; al quitar el polvo he ido atendiendo a cómo debían limpiarse los muebles y los cua­dros, y lo he hecho todo lentamente. Este esfuerzo nada tenso para salir de mí mismo y estar en las cosas me ha privado de viajar con la imaginación y me ha adherido a estas cosas sen­cillas, pero ¡cuán bellas! Ha sido como si hubiera sido poeta de todo. Este ejercicio, acompañado del sudor (esto está escrito en verano) y con la ducha final, me ha resultado sumamente de­sengrasante; una especie de golf monástico, porque me ha dis­traído a base de hacerme presente en las cosas, tal como un ejecutivo que juega al golf unas horas por semana se distrae y renueva sus fuerzas físicas y psíquicas porque anda y porque tiene que pensar ¡y mirar!, cuidadosamente, dónde está el pró­ximo agujero, qué palo debe escoger, cómo afianza los pies, cómo le da a la bola, dónde están los peligros posibles...
Para los monjes, como para el jugador de golf, quizá la autoposesión y, a la vez, estar en Dios, resida en estar siempre en lo que tenemos que hacer y hacemos en el momento presente; sólo esto y nada menos que esto. Dios reside siempre en el presente; Dios es un presente más ancho y relajado. Por eso, el presente, que es lo único que nos es dado, es lo que más se parece a la eternidad; por eso hay que dar al presente un valor de infinito. Cuando, monjes o no, nos desprendemos de nuestro apasionamiento (es decir, de la prisa, la ambición de hacer «lo de después» u «otra cosa mejor que ésta»), residimos en Dios; y tanto más nos poseemos en Dios, presente en nosotros y en todo, cuanto menos nos impulsa la pasión.

* LV 14.2.87. Tenía 64 años.

0 comentarios: