jueves, 11 de noviembre de 2010 | |

El ruiseñor de Leire

José María Javierre

Qué personaje, fray Virila.
Hermano lego del monasterio navarro de Leire, se hizo viejísimo; dulce y con barba blanca caída hasta el pecho. Servicial, amoroso, los frailes lo adoraban; ya le tenían preparada su hornacina de santo donde colocarlo tan pronto se muriera. Pero él no se moría, siempre atento a cumplir como todos el horario monacal. Viejo reviejo, feliz, sonriente; ejemplar, un tesoro del monasterio.
Hasta que...
Satanás jugó al hermano Virila una mala pasada. Poco a poco le metió en la mollera esta inquietud:
-Si la eternidad dura siempre, vas a aburrirte de lo lindo.
Al principio, fray Virila tomó a broma la cuestión.
Pero día tras día, noche a noche, las preguntas sigilosas del diablo lo aturdieron:
-¿No comprendes que el cielo te aburrirá? Te dan fama de santo, has sido un fraile bueno; así que muriéndote vas de tirón al cielo. ¿Y allí, qué?
Fray Virila contestaba, por dentro:
-Veré a Dios, seré feliz.
Satán le apretaba:
-Verás a Dios; supongo que al principio te sentirás dichoso. ¿Y cuando te hartes de verle? Las cosas buenas, a fuerza de repetirlas, fatigan. Fastidian. Años y años, siglos y siglos viendo a Dios cara a cara, así un tiempo y otro, toda la eternidad, sin fin... no lo puedes soportar. Te aburrirás, fray Virila. Cuando te aburras, serás triste y desgraciado. ¿De qué va a servirte entonces haber pasado tu larga vida de fraile dentro de un monasterio?
Fray Virila evitó confiar a sus compañeros esta oscura tentación, le avergonzaba, tan viejo, darles mal ejemplo. Ellos notaban su desasosiego, le veían pálido, huraño, callado. Pensaron que los años lo vencían:
-Fray Virila, tan mayor, cualquier día se nos muere.

El padre abad lo llamó:
-Fray Virila, le veo cansado, desmejorado, apenas come; ¿duerme mal?
De repente el buen viejo cayó de rodillas ante su abad y se puso a llorar a chorros.
-Por Dios y la Virgen Santísima, fray Virila, no llore, cuénteme, qué le pasa.
Entre sollozos, fray Virila habló así:
-Padre abad, yo voy a morirme pronto, estoy tan viejo...
-Pues claro, fray Virila, usted se muere y Dios Padre lo recibe en el cielo.
-No, padre abad, no quiero ir al cielo.
-¿Qué dice, fray Virila? Nuestro Padre Dios, bondadoso, lo recibirá en el cielo después de haber sido usted tan buen fraile noventa años en nuestro monasterio.
Más lloros; fray Virila, de rodillas, derrama todo un río de lágrimas.
-Padre abad, yo no quiero ir al cielo.
Asustado, el abad:
-¿Qué dice, fray Virila, cómo es que no quiere usted ir al cielo donde será feliz por toda la eternidad?
La palabra terrible provocó temblores al viejecito:
-Eternidad, eternidad...
El padre abad:
-¿Teme usted a la eternidad? Será feliz para siempre, ante Dios el Señor; ¿por qué le asusta la eternidad?
-Me aburriré, siempre igual la eternidad...
-¿Se aburrirá? ¿Cómo podría aburrirse gozando los tesoros del cielo?
Padre abad tomó al viejo por los codos, lo alzó:
-Siéntese a mi lado, cuénteme sus temores.
Fray Virila deja de llorar y explica los susurros del diablo.
Padre abad escucha serio, atentamente. Cavila. Por fin le pregunta:
-¿Desde cuándo le asalta este miedo a la eternidad?
-Desde la fiesta de San Miguel, tres meses hace.
Ya no llora, pero al abad le da compasión verlo:
-Y se ha puesto usted flaco, apenas come, lo vemos en el refectorio.
-Peor es que no puedo descansar, toda la noche me martillea el diablo la sesera con esa palabra horrible, la eternidad, que nunca terminará, nunca, durará siglos y siglos; el cielo será para mí un infierno...
El padre abad se levanta, lo alza, lo abraza:
-Vamos a pasear al huerto.
Pasean.
El padre abad consuela a fray Virila; al demonio le ha entrado rabia viendo que un fraile bueno va a morir pronto y lo recibirán en la gloria, donde será feliz eternamente:
-Fray Virila, aquí en esta vida no podemos entender cómo será la otra; Dios colmará nuestros deseos con tal felicidad que no habrá tiempo, la eternidad será un punto, un segundo; respiraremos la dicha como aquí respiramos el aire...
Siempre ha pensado fray Virila qué sabio es el padre abad. Estas palabras le caen dentro, un bálsamo.
Además, el abad es un padre con talento práctico; propone a fray Virila un remedio para vencer la tentación de Satanás:
-Procure dormir esta noche; mañana de madrugada, cuando repartamos los Oficios de la jornada, habré pensado un trabajo para usted.
Mal que bien, fray Virila durmió esa noche. Cuando el diablo le vino otra vez con la cantinela de la eternidad, el viejecito fraile se le rió:
-Prepárate, Satanás, verás que el padre abad me dará el modo de vencerte, mal te veo.
Efectivamente. Reunidos después de cantar los salmos de prima, a los frailes les llama la atención que el padre abad ha traído a la sala capitular una caldereta con un hisopo de agua bendita. Cosa tan rara, la caldereta junto al sillón abacial.
Terminado el reparto de oficios del día, quién a la huerta, quién a la botica, quién al escritorio, quién a las bodegas, el padre abad pide que fray Virila se acerque; le da la caldereta y el hisopo:
-Hermanos, desde hoy, mando a fray Virila derramar agua bendita por todo el monasterio, un hisopazo en cada celda, en las escaleras, en los tránsitos, la cocina, el escritorio, la biblioteca; cuando termine, salga al huerto; y al bosque: una a una rociará las plantas, uno a uno rociará los árboles... Satanás -concluye el abad- tiene horror al agua bendita, los hisopazos de fray Virila lo alejarán y nos librarán de tentaciones.
Fray Virila, de rodillas ante el abad, le besa el anillo; agarra la caldereta, y el hisopo; se levanta; enfila hacia la puerta; sonríe, los frailes lo ven radiante, así era el buen viejecito antes de caer en la tristeza...

Una semana gastó en bendecir todos los rincones del monasterio.
Cuando el diablo intentaba meterle dentro de la sesera el miedo a la eternidad del cielo, fray Virila daba un fuerte hisopazo. Satanás escapaba rabo entre las piernas, el buen viejo se reía...
A la hora del refectorio, los frailes observaron cómo comía a gusto.
Por la noche, rendido de fatiga, dormía de tirón.
Le oyeron otra vez cantar a coro los salmos en la iglesia.
Al cruzarse con él por los tránsitos, el abad preguntó:
-¿Qué tal, fray Virila?
-De maravilla, padre Abad.
Leire había recuperado su fraile cascabel.

Aspergeó el huerto, las hortalizas, los árboles frutales.
Las cepas de la viña.
Acabada otra semana, comenzó a bendecir uno a uno los árboles del bosque. También los senderos, también las zarzas. Y los pájaros, aunque le pasaban volando y no conseguía alcanzarlos con el agua bendita. Caída la tarde, regresaba al monasterio para cantar en el coro los salmos de vísperas. Durante la cena lo veían satisfecho, cansado. Y muy contento.
La tercera semana, fray Virila tenía rodeado y rociado todo el contorno del bosque. Decidió adentrarse árbol tras árbol. Temía descubrir tras algún matojo la cola del diablo, pero qué va, cuanto más adentro mayor hermosura, y los pájaros no echaban a volar si él se acercaba hisopo en mano.
El padre abad le advirtió:
-Fray Virila, cuide usted no se nos pierda por el bosque.
Ca, él ya se conocía los senderos.
Hasta que una tarde, a caída de noche...

Con las últimas luces, el pajarillo, posado en la rama inferior de un pino, mira a fray Virila, parece sonreírle con ganas de hablar: «Hola, no me das miedo». Precioso, el pájaro; nuestro fraile se queda parado, procura no espantar aquella avecilla descarada, tan bonita. ¿Un pardillo? Plumas pardo rojizo, negra la cola, carmesí su cabecita, qué lindo, qué gracioso; le pareció brotado de un pergamino miniado como los pinta fray Juliano en los libros de rezo. Gracias a páginas miniadas conoce fray Virila los pájaros por su nombre. No, un pardillo no; será sin duda un petirrojo, tiene al rojo vivo la pechera. Se miran los dos, sin moverse. De repente alza el pajarillo su pico y arrancó a gorjear aclarando la garganta; ¡un ruiseñor!, resolvió fray Virila. El canto del pájaro embobó al fraile: Trinos de música divina, jamás oyó canto semejante. Avanza Virila un paso, y el pajarillo saltó a otro árbol, y a otro, de pino en pino, sin cesar los trinos; vuela cortos espacios, dando tiempo a que el fraile lo siga, embaucado.
Qué pena, todo sucede tan rápido: El ruiseñor enfila rumbo arriba, entre las ramas de un pino, sube, sube, desaparece; fray Virila no lo ve ni lo oye...
El fraile ha perdido la caldereta y el hisopo. Subyugado, dejó caer sus instrumentos. Vuelve en sí, asustado; considera falta grave haberse dejado captar por un pájaro; debe recoger la caldereta; volver rápido al monasterio, antes que se haga de noche; si llega tarde a vísperas, ¿cómo explicaría su retraso? Desconcertado, no encuentra la caldereta, no encuentra el hisopo; no ve los senderos, parece que se ha metido muy dentro del bosque; y está ya la noche encima, cómo es posible si el pajarillo dio sólo cuatro saltos de árbol en árbol. Fray Virila se alarma. Renuncia a buscar la caldereta, quiere regresar enseguida al monasterio. El bosque aparece muy prieto en torno suyo, ni siquiera comprende la dirección conveniente, a ver si en vez de salir se mete más dentro de la espesura... Efectivamente, ha perdido el camino, está desorientado. Le asalta el nerviosismo, piensa que su enemigo el diablo le ha colocado una trampa. Pero cómo podían ser tentación diabólica los trinos del ruiseñor. Tropieza con los árboles, pierden consistencia sus piernas, ha caído a tierra cuatro veces.
Mi pobre fraile, qué puede hacer. Está llorando. Decide pararse. Arrodillado, pide socorro a la Virgen patrona del monasterio. Se tumba, dormirá hasta la luz del sol.
Amanece. Despierto, fray Virila decide andar una línea recta entre árboles. Va triste y deprisa. Luego no supo decir si la caminata le duró varias horas...
A mediodía, alto el sol, mi fraile recitó en voz alta un gloria in excelsis: Estaba a salvo, había llegado a la explanada del monasterio. Nadie le verá entrar, están los monjes trabajando, cada cual con su oficio.
Pero qué cosa extraña, parece atontado. Ha buscado la puertecilla del huerto, evitando la entrada principal, donde habría de responder preguntas del hermano portero. Virila quiere arrodillarse ante su padre abad y pedirle penitencia por haber faltado del monasterio toda la noche. Qué cosa extraña, la puertecilla del huerto la han tapiado. Ha de entrar por la principal.
Más extraño todavía. Intenta pasar como si tal cosa, y el hermano portero le detiene:
-Buen padre, ¿a quién busca, de dónde es usted?
Han cambiado el portero, ayer había otro hermano. ¿Y éste no le conoce?
-Soy fray Virila, voy al padre abad.
-¿Fray Virila? ¿De qué monasterio?
Le dan ganas de llorar, otra vez Satanás enreda:
-Soy hermano lego de este monasterio, me perdí ayer por el bosque mientras aspergeaba los árboles...
El portero le mira. ¿Estará el viejo en sus cabales?
-Buen fraile, aguarde un momento, que aviso al abad don Mauro.
-¿Al abad don Mauro? Pero si nuestro abad se llama don Florián...
-No, se llama don Mauro; ahora le aviso.
Fray Virila, medio desmayado, aguarda sentado en un poyete. Piensa si Satán le ha embrujado...

Salió don Mauro; a Virila le saltaban los ojos de las órbitas:
-¿Usted es el padre abad? ¿Y don Florián?
-¿Don Florián?
-Es mi padre abad, soy el hermano lego fray Virila; don Florián me mandó aspergear el monasterio, ayer me extravié bendiciendo los árboles del bosque, y un ruiseñor tiró de mí...
Don Mauro no entendía nada, miró a aquel viejecillo fraile, calvo, de luengas barbas blanquísimas; fray Virila, dice; a don Mauro le suena el nombre:
-Cuénteme qué ha pasado, fray Virila.
De rodillas entre sollozos cuenta todo, sus años, su amor al monasterio, la dicha monacal hasta verse tentado por desconfianza ante la eternidad, el cariño de don Florián que le dio caldereta e hisopo para ahuyentar el diablo, pero el ruiseñor le dejó embobado un momentito, sólo un momento, luego perdió el camino de vuelta... Pide perdón, llora que te llora.
-Levántese, fray Virila; no llore, vamos a sentarnos en el recibidor; hermano portero, llame al padre Lucio.
Fray Lucio es el bibliotecario, un sabiazo; se conoce al dedillo la historia de la Orden y del monasterio; piensa don Mauro si fray Lucio podrá descifrar el enigma.
Tampoco el bibliotecario comprende el acertijo, mueve la cabeza, arruga la frente; «fray Virila, fray Virila...»; y de repente se le encienden los ojos, ¿será posible?
-Padre abad, un pergamino del siglo diez conservado en la biblioteca me picó meses atrás la curiosidad. Cuenta cómo hace quinientos años un hermano lego viejecito, considerado santo por los monjes, a quien el abad, ¿don Florián?, quizá, encomendó echar agua bendita a los árboles del bosque...
-¿Por qué?
-El hermano era presa de una tentación, quiso don Florián remediarla con agua bendita... Pero el hermano una tarde no regresó del bosque, ni por la noche lo hallaron los frailes buscando palmo a palmo el bosque... Se llamaba, puede que sí, fray Virila, calvo, anciano, barba larga blanquísima...
Don Mauro lo mira, fray Virila sonríe; ha pasado de lágrimas a sonrisa, está comprendiendo el suceso, ¡quinientos años!, así el monasterio ha cambiado de cara y de abad, y de hermano portero, y no le reconocen, pero sí, él es fray Virila, y puede dar a don Mauro la explicación:
-Padre abad, el demonio me tuvo sometido a un engaño terrible.
-¿Cuál?
-Me daba miedo la eternidad, creí insoportable que el cielo durara para siempre, me aburriría, me fastidiaría, siempre allí ante Dios... No podría ser feliz. Prefería no ir al cielo, por temor a la eternidad. Ahora ya sé la misericordia del Señor.
-¿Cómo la sabe?
-El ruiseñor.
-¿El ruiseñor?
Contó cómo los trinos de un ruiseñor posado sobre el pino le habían permitido sentir durante un momento la felicidad completa:
-Pero no fue un momento, fueron ¡quinientos años!; a mí me parecieron un instante brevísimo, y duró su canto quinientos años. Ahora sé que la eternidad cabe dentro de un momento si estás feliz, ¿y qué significa el canto de un pájaro al lado de la hermosura de Dios? Bendita eternidad, ya no le tengo miedo. Deseo ir al cielo.

Cuenta la leyenda que fray Virila se murió aquella misma tarde. Fue al cielo. Allí está dichoso por toda la eternidad.


José María (+17.12.2009), ¿por qué te moriste tan pronto?

Gracias por dejarnos la leyenda de fray Virila contada tan divinamente, en «Una chica de barrio de Salamanca», capítulo 6.
J.S.V.

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